Enfrentarse a Inglaterra en un escenario tan grandioso como es el de Wembley no deja de ser un jalón en la carrera de cualquier futbolista o entrenador por más que lleven muchos años situados en la cima de la popularidad que el fútbol concede a sus figuras más destacadas. Algo que se sabían de memoria los jugadores españoles. Máxime cuando algunos llevan mucho tiempo jugando en la Premier League.
Así que debieron hacerse a la idea de que el enfrentamiento carecería de cualquier atisbo de amistad. Y no sólo porque en el fútbol ganar sea lo primordial sino debido a que la selección inglesa está necesitada de triunfos resonantes ante rivales de alto copete. Es decir, encumbrados por los logros obtenidos. No hace falta decir que los de España son tan extraordinarios cual recientes.
De modo que nadie debió soprenderse de que los hombres dirigidos por Southgate, repletos de entusiasmo y conocedores de cómo había que explotar las debilidades de su oponente, jugaran durante muchos minutos como si fueran ellos el equipo laureado. Ante aquella avalancha del mejor juego de contraataque y el ir perdiendo nada más que por dos goles, apenas comenzada la segunda parte, era para que Lopetegui se sintiera afortunado.Y hasta para pensar que en el fuero interno del seleccionador sobrevolaba una idea muy principal: aprovechar lo que quedaba de partido para quedar bien con casi todos los jugadores que estaban en el banquillo.
Southgate, que había perdido a Lallana, uno de los mejores de su equipo, por lesión, también había decidido que, como el encuentro lo tenía ganado y controlado, lo ideal era que jugasen algunos suplentes. Y decidió acabar con el orden y la eficacia que hasta entonces habían imperado en su equipo. Y empezó a sufrir las consecuencias por ser incapaz de darse cuenta de que Iago Aspas, volcán de fuego, estaba dispuesto a liarla. Y por ahí principió a descomponerse la selección inglesa. Aunque los jugadores españoles continuaban haciendo la guerra por su cuenta.
Metidas ambas selecciones en un auténtico berenjenal futbolístico, la más beneficiada era la española. Y mucho más después del pedazo de gol marcado por Iago Aspas; premio a sus enormes deseos de aprovechar la oportunidad para hacerse con un sitio en la selección. Luego vendría el gol de Isco. Cuyo juego hasta entonces había sido el habitual en él: fintas, regates, cabriolas, pasecitos horizontales y... demás habilidades de la casa.
El gol de Isco, en el último suspiro, acalló las voces de quienes ya estaban prestos a decirle cuatro guasas a Lopetegui. Y sobre todo le ha dado vida a un futbolista sobrevalorado y cuya protección en los medios está ya casi a la par de la que goza Busquets. Y, desde luego, los dos seleccionadores tendrían que reflexionar acerca de las malas decisiones que tomaron. El inglés no ganó por creerse que el partido estaba ya resuelto. Negligencia. Y el español empató porque la diosa Fortuna, tan veleidosa ella, se puso de su parte.
Creo que hoy viene al caso rematar la faena con este comentario: Cruyff distingue entre tres clases de entrenadores: los que ganan y pierden un partido sin saber por qué; los que ganan y pierden un partido y saben por qué; y los que ganan y pierden un partido y no sólo saben por qué sino que tienen la solución para seguir ganando o evitar seguir perdiendo o empatando.
Deseamos fervientemente que Lopetegui forme parte de los últimos.
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