El romanticismo, germinado en las postrimerías del siglo XVIII, significa en la Historia el triunfo del sentimiento. Hasta entonces había solido el hombre avergonzarse de sus emociones, demasiado orgulloso de sus ideas, y las mantenía prisioneras en una cárcel de razón. Por eso, durante el siglo XVIII la poesía propiamente no existe; sirve el verso tan sólo para expresar pensamientos, no pasiones.
La pura
razón frígida y rígida gobierna el mundo. Pero abiertas las poternas de la
prisión donde estaban aherrojados y en esclavitud los sentimientos, saltan
éstos sobre la existencia como una presa, derriten con su fuego la vida
congelada y, enardecidos lo incendian todo; la política y la ciencia y el trato social.
Perdonen
este largo introito, obtenido de mis lecturas de El Espectador, para reconocer
que las declaraciones de Susana Román
y Mohamed Rabea, una vez
anunciadas por ambas sus dimisiones irreversibles como
consejeras, han llegado a emocionarme. Aunque mentiría si dijera que me invade una tristeza infinita. Hasta ahí
no alcanza mi pesadumbre. Por razones obvias.
Tengo
delante de mí la fotografía que ilustra la información sobre la despedida de Susana Román de la política activa, y
me conmueve el afligimiento que cubre su
rostro, repleto de lágrimas, fiel reflejo de una pena tan verdadera como para producir siquiera un atisbo de compasión aun en su mayor enemigo.
Susana Román, en estos momentos difíciles, deberá sacar a
relucir aquella fuerza y disciplina que la hizo formar parte de la elite deportiva
de España. Para soportar todo lo que concierne al hecho que la ha obligado a
dimitir. Ya que esa decisión, tomada también por Mohamed Rabea, es la que procedía en este caso. Ante la menor duda,
un político ha de dar ese paso. A ver si cunde el ejemplo del Partido
Popular.
Susana Román y Mohamed y Rabea son dos mujeres a las que sigo apreciando. Y
les deseo lo mejor. Eso sí, espero que hayan aprendido que “por muy sucia que
se imagine uno la política, siempre lo es mucho más”.
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