Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

sábado, 3 de agosto de 2019

Sobre las depresiones veraniegas

A los romanos les repateaba el tiempo que empleaban los griegos disfrutando de grandes reflexiones y largas parrafadas. No entendían el ocio de éstos y hasta se mostraban desconfiados por lo que ellos consideraban una costumbre perniciosa. Cincinato, por ejemplo, solía dejar la espada por el arado y Catón ponía el grito en el cielo cada vez que caía en la cuenta de que para los griegos no existían los días laborables. 

A los españoles de mi ni niñez, y ya no digamos nada a los de las generaciones anteriores, también les sonaba a chino la palabra ocio. No existían las vacaciones. Y a lo máximo que se aspiraba era a frecuentar una playa donde le exigían a las mujeres ponerse un albornoz que las dejaba como recién salidas de un baño turco. Lo cual era ya un logro impensable, lejos de cualquier punto costero.

Mi primer viaje de placer lo hice yo montado en un tren carretas con destino Cádiz-Córdoba. Andaba recién cumplidos los seis años y me lo pasé bomba dentro de un vagón donde reinaba un ambiente que jamás he podido describir en toda su amplitud. Lo primero que se nos aconsejaba es llegar a la estación con una hora de antelación para ser los primeros en coger asiento. Y, aún así, había que ser muy rápido para no tener que viajar un gran trecho de pie y mirando por una de las ventanillas de un largo pasillo los campos yermos de una España desolada.

El tren, con bancos de madera enfrentados, era arrastrado por una máquina que se sulfuraba en cuanto el camino se empinaba. Cestos y hatos llenaban el estante de los equipajes y muchos se apilaban en el suelo; pues en los vagones viajaban muchas mujeres que eran estraperlistas; es decir, que se dedicaban al tráfico del mercado negro y miraban desde su atalaya la llegada de los guardias civiles. 

Los vendedores callejeros, de todas las edades, desfilaban por el vagón ofreciendo platanos, frutos secos, pastas, pipas de girasol, dulces, billetes de lotería, agua... Y sus pregones se hacían notar: agua fresca; tortas tiene buenas; oye, las avellanas... A mí me encantaban los mostachones de Utrera. En Utrera hacíamos una larga parada para transbordar. Y la tediosa espera la combatíamos comiendo las deliciosas tortas del lugar.  

En cada parada, que eran numerosas, pasaba por delante de nosotros toda una corte de los milagros: una mujer ofreciendo peines que nadie compraba; un cheposo tocando un violín desafinado; un trilero tratando de sacar rédito al juego de las tres cartas e innumerables vendedores de lotería. Llegábamos a Córdoba derrotados y dispuestos a disfrutar de los placeres de entonces en una ciudad cuya belleza no lograba aliviar las carencias de una época donde reinaba la escasez...


Al cabo de varios días, acabadas las cortas vacaciones, regresábamos satisfechos a nuestro lugar de origen. Sin estar deprimidos, faltos de apetito o carentes de sueño por el cambio de vida. La única  preocupación de mis padres era ahorrar cuatro perras para poder pagarnos el viaje del verano siguiente y, cómo no, para contribuir en lo posible a los gastos que nuestra presencia generaba a nuestra familia.

Por consiguiente, me da cien patadas cada verano lo mucho que se habla de la palabra depresión -trastorno con el cual no se debe jugar- Y cómo, quienes dicen padecerla, no dudan en achacársela a que, terminada sus vacaciones, han de volver al tajo. Desadaptación que les ha venido que ni pintiparada a los sicólogos. ¡Qué razón tenían los romanos en criticar a los griegos por su perenne ociosidad!





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