Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

viernes, 7 de agosto de 2015

Felipe Abárzuza y Oliva y yo

Cumplía yo el servicio militar en el Cuartel de Infantería de Marina, sito en la calle de Arturo Soria de Madrid, convencido de que sería destinado a El Ferrol -porque Galarraga, entrenador del equipo de fútbol ferrolano, me había dicho que los directivos estaban dando los pasos  precisos para que se produjera ese hecho-, cuando se me ordenó que preparase el petate porque mi destino iba a ser el Ministerio de Marina. La noticia me causó la desazón consiguiente. Puesto que una vez allí todo me hacía pensar que no volvería a jugar durante los dos años de milicia.

Dos horas más tarde, ya estaba yo ante el brigada Allegue, pasando revista y dispuesto para ser presentado a los jefes de la planta ministerial: Federico Galvache (capitán de navío), Ollero (teniente coronel), Carlos Alvear (teniente de navío) y Conejero (teniente de navío y experto en meteorología). Cumplido el trámite entró en acción un ujier, a quien todos llamaban por el sobrenombre de El Pipo y del cual se decía que era capaz de trasegar una botella diaria de cualquier vino manchego que vendían en una taberna cercana al frontón de Vista Alegre.

El Pipo me puso al tanto de los horarios de trabajo que tenía el ministro. Y me hizo saber que las habitaciones de éste formaban parte del piso principal y que la puerta de salida de sus dependencias distaban veinte pasos mal contados de su despacho. Por lo que el infante de su escolta, que hiciera guardia, tenía que estar siempre pendiente para saludarle y para abrirle la puerta de su despacho.

Convertido de la noche a la mañana en escolta de Felipe José Abárzuza y Oliva, ministro de Marina, siendo mi estatura de 1,66 centímetros, lo lógico era preguntar al respecto. Y se me dijo que había sido elegido por mi historial: consistente en haber sido educado en colegio de jesuitas, amén de llevar ya tres temporadas jugando al fútbol como profesional. El encargado de sacarme de dudas fue Allegue; brigada y jefe de los escoltas. Éste aprovechó la ocasión para decirme que me aplicara al cuento y que no me comiera el coco.

Tres días tardó Allegue en comunicarme que me tocaba mi primera guardia ante la puerta de la residencia del ministro y, posteriormente, en la de la entrada a su despacho. Lejos estaba yo de sospechar que iba a comenzar mi cometido no sólo con los nervios lógicos del debutante sino con un descuido que pudo serme fatal. Ocurrió que yo era desaliñado vistiendo el uniforme y no me percaté de que la chaqueta estaba descosida por la axila derecha. Así, cuando apareció el ministro en escena, nueve de la mañana de un día lluvioso de otoño, elevé el brazo derecho a la gorra de plato a la par que daba un sonoro taconazo y exclamaba: ¡A la orden de vuecencia mi almirante, sin novedad!".

Y el almirante -Abárzuza y Oliva, Felipe José él-, alto, fornido y con cara de haber pasado una noche toledana, se me quedó mirando fijamente y con voz de mando me dijo: "¡A ver si otro día consigues no presentarte con la sobaquera rota!". Y siguió su camino mientras yo lo adelantaba para abrirle la puerta de su despacho. Ni que decir tiene que el brigada Allegue se quedó petrificado. Puesto que a él le correspondía pasar revista al personal muy de mañana.

Cuando yo me esperaba lo peor, se acercó a mí Federico Galvache, cuya fama de ogro era harta conocida, para tranquilizarme en todos los sentidos. A partir de ese momento, mi vida en el ministerio, dentro de lo que ello significaba, fue de menos a más y terminé haciéndome con las riendas de un servicio que me permitió incluso continuar jugando al fútbol cual profesional. Algo que nunca había sucedido con nadie destinado allí. Y, mucho menos, estando a las órdenes del ministro en la planta noble del edificio.

En abril de 1962, yo ya había acompañado varias veces al ministro y a su mujer, una señora inglesa de trato exquisito y una educación inmejorable, al parque de El Retiro. Salíamos andando por la puerta del ministerio que daba al Paseo del Prado, y yo iba equipado con una pistola cargada con balas de fogueo. Y los tres nos poníamos a echarles altramuces a los patos del estanque. En abril de ese año, el teniente coronel Ollero me llamó a su despacho para notificarme algo que él pensaba iba a colmarme de alegría.

-Manolo, el almirante ha decidido premiarte con el viaje a Grecia que ha de hacer como ministro de Marina representante del Estado español en la boda de Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia, que se va a celebrar en Atenas el 14 de mayo próximo.

-Mi teniente coronel, si yo embarco en El Canarias, entre la ida y la vuelta se habrá terminado la Liga en la que juego, y el Carabanchel no me pagará los sueldos correspondientes a tales fechas. Así que yo agradezco que el ministro se haya acordado de mí, pero a mí no se me ha perdido nada en Grecia.

Ollero, aunque no daba crédito a mi desparpajo, debido al mucho aprecio que me tenía, se olvidó de que era teniente coronel y trató de hacerme ver que era una orden del ministro y punto. Es más, me adelantó que el otro escolta que iría era Ramón Barrera: compañero de muy buena presencia, a quien el uniforme le sentaba la mar de bien, nacido en Huelva y con unas ganas locas de abrirse camino en la vida.

Desde que Ollero me puso al tanto del viaje a Grecia, yo apenas pegaba ojo por las noches, pensando en cómo podía solucionar el problema. Una tarde, estando yo de guardia, salió el ministro de su casa hacia el despacho y, mientras lo acompañaba, me dijo que entrase con él para hablar conmigo.

-Me han dicho que no quieres navegar en El Canarias a Grecia. ¿Sabes tú la de muchachos que darían lo que no tienen por hacer esa travesía?

-Sí, mi almirante. Pero es que yo necesito los dineros que me paga el Carabanchel y, naturalmente, necesito seguir jugando en el equipo para  que se me contrate la próxima temporada.

El almirante me miró con aquella mirada de hielo que era capaz de descomponer a sus ayudantes y, tras una pausa calculada, que a mí se me hizo eterna, volvió a la carga.

-¿Quién te ha dado a ti permiso para jugar al fútbol...? Dime, ¿quién ha sido la persona que se ha atrevido...?

Respiré hondo; pero aun  así el corazón andaba tan desbocado que me impedía tener el sosiego justo para responder. Pero, al fin,  logré sobreponerme.

-Nadie... Nadie mi almirante. Si he jugado ha sido haciendo malabares con mis obligaciones y aprovechándome de los conocimientos adquiridos de cómo funcionan las cosas en este ministerio.

El ministro me indicó que volviera a ponerme en posición de firme. Dio un respingo en su asiento y hasta me pareció que estuvo tentado de levantarse y sacarme del despacho en volandas. Pero se limitó a clavar sus ojos velados en mí y a carraspear insistentemente, antes de volver a dirigirme la palabra.

-¿Sabes que hoy se cumplen cinco meses de la muerte de don Fernando Abárzuza y Oliva?

-Sí, mi almirante. Faltaría más...

-¿De qué solías tú hablar con mi hermano cuando ibas a visitarlo al Hospital de Los Molinos?

-De fútbol, mi almirante; de las monjas y de usted.

-¿De mí...?

Sí, mi almirante.

Al ministro de Marina se le humedecieron los ojos y, tras contraer la cara en un puchero, sacó su pañuelo y compuso su figura. A continuación se expresó así:

-Vuelve a tus obligaciones como escolta. Y procura por todos los medios no lesionarte jugando al fútbol; porque, si ello sucede, a ver cómo te las arreglarás para cumplir con tus cometidos en el ministerio.

Don Felipe Abárzuza viajó Grecia y regresó convencido de que tras ser el representante del  Estado español en la boda de Juan Carlos de Borbón y la princesa Sofía, sus días como ministro estaban contados. A partir de entonces, sólo le cupo esperar la llegada del motorista de El Pardo con su destitución. Se sabía ya que Nieto Antúnez era su sustituto.

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