Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

jueves, 4 de febrero de 2016

Avenida de Martínez Catena

Es una de las arterias principales de la ciudad y goza de un paseo muy concurrido. La Avenida de Martínez Catena ofrece a un lado la vista de la playa de El Chorrillo y a otro una carretera cuyo tráfico de vehículos apenas distrae la atención de quienes van ensimismados en dar al cuerpo la alegría de un andar o correr para combatir las enfermedades achacables a la vida sedentaria, al margen de la presencia de otros viandantes camino de cualquier parte.

La reseñada avenida hace ya mucho tiempo que recibió motes relacionados con quienes la transitaban -y transitan- para hacerles frente a las grasas, al colesterol, a los riesgos cardiovasculares y, cómo no, para mantener unas condiciones físicas con las que ir dándole coba a los años. Fue apodada, en un principio, 'el cementerio de los elefantes', debido a la mucha edad de quienes la pasean por prescripción médica; notándoseles además que jamás han sido de vocación andariega. Luego, cuando las mujeres dedicidieron sumarse a recorrer el camino, dijeron que se había convertido en 'un camino de enamorados'. Y así fue ganándose sobrenombres.

Yo llevo muchos años siendo asiduo paseante de la Avenida de Martínez Catena. y observo como hombres y mujeres se esfuerzan cada día para no ponerse barrigones no sólo por motivos de salud sino también de estética. Y entonces me acuerdo de cuanto he leído al respecto. Se ha dicho con frecuencia que los burgueses de 1900 se ponían barrigones porque se preocupaban muy poco de seducir por su atractivo físico a la mujer dependiente de ellos finalmente. Podían permitirse ser feúchos sin correr peligro a que los dejasen plantados porque tenían la llave de la caja. Aunque yo he creído siempre que esa explicación no se sostiene.

Me explico: las mujeres aceptaban en aquella época estar dotadas ellas mismas de unas redondeces que hoy parecerían desagradables (véase, si no a Renoir y su idealización de las nalgas celulíticas) Así que no hace falta ser muy listo para caer en la cuenta de que la medicina  no había descubierto todavía a comienzos del siglo pasado los peligros que el exceso de peso hacia correr al organismo de los obesos. Es más, conviene recordar que nuestros abuelos y tatarabuelos consideraban a los bebés rollizos, a los niños de mejillas rotundas, a las mujeres de anchas caderas y pechos generosos, a los hombres confortables, como parangones de salud. En cambio, la delgadez de los enclenques, macilentos, era sinónimo de peligro y hacía temer lo peor: ir derecho hacia la tisis y...

Por consiguiente, la muerte podía ser conjurada comiendo mucho. Y los hombres no se privaban de ello. Y si morían de una apoplejía lo atribuían a un golpe de mala suerte y no a un golpe de tenedor. Hoy todo ha cambiado.  La medicina condena los kilos superfluos. Sólo los delgados obtienen certificados de longevidad que tranquilizan a las compañías de seguros. En los medios de comunicación se multiplican las advertencias contra el exceso de peso. Los hombres, por tanto, aceptan limitarse por la única razón que puede hacerles renunciar al placer de comer y de beber: la esperanza de vivir más tiempo. La moda de la nueva cocina encuentra ahí  su justificación: permite al cliente darse el gusto sin temor y a los restaurantes cobrar muy caro por unas raciones de hambre. Acabo con una anécdota que creo que viene al caso cuando se habla de sobrepeso.

Cuenta Pedro Sain Rodríguez que un día hablando con el doctor Gregorio Marañón salió a relucir la obesidad de quien colaboró activamente en el alzamiento de 1936, y en 1938 formó parte del primer gobierno de Franco en el que desempeñó la cartera de Instrucción Pública,  y que don Gregorio le dijo: "No debe usted preocuparse excesivamente por su obesidad; tiene una gran salud. Usted es un gordo constitucional y no le conviene adelgazar excesivamente, aunque es posible que muchos médicos se lo aconsejen".

La respuesta del sagaz don Pedro, el gran consejero de don Juan de Borbón, fue clamorosa en aquella época: "Pues mire usted, Marañón, como creo que soy lo único constitucional que queda en este país, voy a conservarme lo más gordo posible".

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