Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

jueves, 12 de mayo de 2016

F. MIaja: El indulto

A medida que transcurrían los años -dice Fructuoso Miaja- y yo no dejaba de ganar confianza entre los compañeros y funcionarios de prisiones, y la Guerra Mundial lograba rebajar ciertas tensiones, me hice a la idea de que mi vida corría menos peligro. Incluso hubo un administrador del penal, recién llegado de Valladolid, el cual quiso hablar conmigo por estar convencido de que yo era el general Miaja, que había sido trasladado de una cárcel castellana a la del El Puerto. Y ese hombre se portó magnifícamente conmigo.

Entretanto, mi madre seguía insistiendo sobre mi indulto. Estuvo durante años visitando a las personas que podían influir favorablemente en mi caso. Su fe ciega, en conseguir mi libertad, surtió efecto un 19 de octubre de 1950, cuando Franco firmó mi indulto. Me habían dado la buena nueva el día anterior, pero yo no me lo creí hasta que no me lo aseguró el director. Lo hizo por la tarde y le dije que deseaba irme al día siguiente por la mañana. Petición que atendió a pesar de que estaba prohibida esa licencia. Nada más amanecer, lié mis pobres bártulos y, tras despedirme de mucha gente, crucé la puerta del penal después de seis años.

Había oído decir que cuando un preso sale de la cárcel, después de varios años a la sombra, lo que más le llama la atención son los colores. Eso me pasó a mí tras mis años de reclusión. Yo había dejado una Ceuta donde las restricciones eléctricas eran frecuentes y la gente se asustaba de verdad ante tales apagones. Porque volvían los recuerdos recientes: los bombardeos de la aviación, los cañonazos de los barcos, la presencia de la policía y la traición y la muerte... La luz nos hacía desterrar los miedos.

Me sorprendía la moda en el vestir. La monotonía de los colores pardos y negros se iban sustituyendo por ropas más vistosas. Se pusieron de moda los bolígrafos y se iba prescindiendo de la pluma estilográfica. Pronto desapareció la cartilla de racionamiento y recuerdo de qué manera cundió la alegría entre los ciudadanos. A mí me dejaban pasmado tantos cambios y tan rápidos. En mi casa, sin embargo, apenas se daban cuenta del salto que se estaba  produciendo de los años cuarenta a los cincuenta.

Se me desató la pasión por la lectura. Así que comencé a leer a Cela, a Delibes, a Camus, y me empapé de Hemingway. Me reía con Gila, sí; por no llorar. Se me iban los ojos detrás de las mujeres que vestían trajes de vivos colores y me enamoré de Marilyn Monroe en Niágara. Me deslumbraban Sofía Loren, Brigitte Bardot y Gina Lollobrigida...

A medida que pasaban los días, y me iba acostumbrando a mi nueva vida, me percataba de cómo surgían jóvenes comunistas. Un movimiento que terminaría cuajando avanzada ya la década de los cincuenta. Pero después de la Segunda Guerra Mundial se perfilaba peligroso el expansionismo del régimen estalinista. Lo cual le insuflaba vida a la dictadura franquista. Así que  los jóvenes comunistas tenían poco que hacer.

Estados Unidos pasó por alto sus escrúpulos democráticos y negoció el ingreso de España en la ONU. Con semejantes bendiciones y la implantación de bases aéreas y de submarinos en nuestra tierra, las ilusiones de acabar con Franco se fueron al garete. No sólo se había roto el cerco internacional, sino que todos pasaron a colaborar con el dictador. Aparte de que el Régimen seguía contando con la ayuda de la Iglesia, del Ejército y de las fuerzas empresariales. Así, pues, a ver de qué manera se podía pensar en darle un vuelco a lo establecido por medio de las armas.

Los años cincuenta nos trajeron también el fin del estraperlo, y se abolió el odioso racionamiento, y dejó de ser un delito comprar y vender pan blanco. Los turistas comenzaron a invadirnos. Y las mujeres españolas, a contrapelo de sus mayores, empezaron a imitar a todas esas nórdicas que venían buscando sol, playas y la seguridad de poner los pies en una tierra donde imperaba el orden y la ley por encima de todas las cosas.

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