Lo fundamental era sobrevivir, dice Fructuoso Miaja, después de haber pasado muchas penalidades en la cárcel, y fue lo que me propuse a mi llegada a Ceuta. Me hice a la idea de que iba estar sometido a vigilancia, porque mi libertad se debía a un indulto y las autoridades no se fiaban de mí. Puesto que había pertenecido a la CNT y me había pasado, en plena guerra, a la zona de los otros. Así que tenía más que asumido que nunca dejaría de ofrecer serias dudas para el régimen gobernante.
Llegué a Ceuta y muy pronto me percaté de que nadie me conocía y quien sabía de mí se hacía el distraido. Y es que mucha gente había optado por olvidar las consecuencias generadas por lo ocurrido. Era un mundo de ruinas donde todo el mundo trataba de salir adelante. Aunque todavía existían personas convencidas de que era posible acabar con la dictadura.
Las cartillas de racionamiento, poco tiempo después de mi regreso, desaparecieron y se impuso el trabajar cuanto más mejor. Surgió el pluriempleo como una necesidad primordial para poder vivir mejor, y sobre todo para comer mejor. Los periódicos no cesaban de contarnos cómo los turistas inundaban España, convencidos de que aquí encontrarían playas vírgenes, sol a raudales y una seguridad a prueba de policías con atribuciones fuera de lo común. Garantizada la ley y el orden, los extranjeros pensaban que nuestro país era una bicoca.
La Iglesia se escandalizaba y ponía el grito en el cielo, debido a las libertades que se permitían aquellas nórdicas desvestidas que iban minando la moral de los hombres y abrían los ojos de las recatadas mujeres españolas. Pero la divisa era la divisa... y los gobernantes hacían la vista gorda. La gente rezaba mucho y los templos se llenaban durante la misa de doce. De pronto sucedió algo que se veía venir: Franco recibió el espaldarazo de los americanos y los embajadores, que habían puesto tierra de por medio en 1946, regresaron haciéndoles carantoñas a los franquistas. Todo ello ocurría en los años cincuenta; años en los que yo estaba aprendiendo a vivir nuevamente.
En ese tiempo, a mí todo me parecía extraño. Aunque, la verdad sea dicha, yo comencé a disfrutar de la vida. Cierto es que hube de adaptarme a las circunstancias. No quedaba otra. Entre otras razones, porque mi madre merecía ya que mi existencia fuera causa de alegría y no de disgustos continuos. No obstante, las cosas no son nunca como uno piensa y desea. Y, en mi caso, la situación no tenía por qué ser distinta. Cierto es que tuve la suerte de quedarme en Ceuta, evitando el destierro y, además, me permitieron trabajar. Sin embargo, yo veía cómo los particularismos y los prejuicios me acechaban a cada paso. Pero puse todo el empeño del mundo en mantenerme de pie. Que es la única verdad absoluta.
Cicatrizadas las más evidentes heridas de la guerra, la alegría era patente como una necesidad personal y colectiva. La gente volvió a bailar, a cantar, a reír... En suma: aprendimos a sobrevivir, procurando olvidarnos de los miedos y de los días en los cuales todo parecía condenado al desastre y la muerte se paseaba por las calles.
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