Cada
vez que un político español nos diga que es honesto, crean a pie juntillas que está alardeando de honradez. Conque, lo sepa o no, está usando el
término en su mejor versión inglesa. Así
que bien le valdría chamullar la lengua de Shakespeare con tan buena dicción
cual exactitud, para expresarse así: Honesty
is the best policy. Lo que traducido queda así: “La honradez es la
mejor política”.
Quede
claro, pues, que ambos términos, honestidad y honradez, tienen sus diferencias nunca
respetadas por los hablantes. Hasta el extremo de propiciar gran confusión y,
naturalmente, mentiras. La honestidad,
en sus varias acepciones de la Academia, significa compostura, decencia,
moderación, recato, pudor…
Es
virtud, por tanto, que ha gozado siempre –y en no poca medida- del interés
libertino por mancillarla. Actitud que quizá se explique en las palabras de Rousseau: “más placer causa el rozar
las ropas de una mujer honesta que el poseer a una muy fácil”.
En mi
caso, desde hace mucho tiempo, debido a que la honestidad se ha ido merendando a
la honradez, yo decidí aplicarme esta regla: honestidad es cuanto
acaece de cintura para abajo, y honradez
de cintura para arriba. Así que no tengo el menor inconveniente en contarles la
siguiente historia.
Hace la
friolera de 40 años, y ejerciendo yo de entrenador de fútbol, recibí la llamada
de un presidente de un club andaluz que gozaba de la condición de colista en su
grupo y, lógicamente, estaba destinado al descenso si acaso no se tomaban medidas tan urgentes como acertadas. El
presidente era ingeniero y asimismo
alcalde de la localidad. Aquel hombre gozaba de prestigio. Era de misa
y comunión diarias y, por si fuera poco, presidente de Cáritas Diocesana.
Tras
llegar a un acuerdo económico con él, en su despacho de Cáritas,
se dirigió a mí para darse pote: “Si logra usted salvar al equipo del descenso,
cosa muy difícil, yo no dudaría en gratificarle con 500.000 pesetas”. Sus
palabras me sorprendieron. Aunque reaccioné bien pronto: "¿Hay algún inconveniente
para que se incluya esa prima extraordinaria en el contrato?"
El
presidente me contestó que no
quería que sus directivos se enteraran de ello hasta que no llegara el momento.
Así que opté por pedirle un papel firmado por él. Y accedió a comprometerse.
Fue cuando conocí a su secretaria; mujer atractiva y afable que se encargó de
darle vida al documento. Lo rubricamos y yo me quedé con el original.
El
equipo se salvó al ganar el último partido en un estadio grande, repleto de
aficionados cuyo entusiasmo radicaba en la seguridad de saber que si sus jugadores ganaban o empataban podrían celebrar un ansiado ascenso de categoría. Pero la victoria fue nuestra
y tuvimos que salir del recinto de prisa y corriendo y custodiados por muchos policías.
En fin,
que pasaban los días y el presidente no me pagaba la cantidad
ofrecida por la permanencia del equipo en la categoría. Pero tuve suerte: un gran amigo, residente en esa ciudad, me sopló algo al oído. Y cogí sus palabras al vuelo. Me presenté
en la oficina de Cáritas, de sopetón, y vi lo que tenía que ver… Dos horas más
tarde yo ya había cobrado.
Pues bien, debo decirles que aquel presidente de fútbol y de Cáritas, ingeniero, alcalde y persona de misa y comunión diarias, era tan deshonesto como falto de honradez. Porque no dudaba en pasarse por la entrepierna tanto el sexto como el séptimo Mandamientos.
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