Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

martes, 27 de junio de 2017

Rafael Hernández



Me he encontrado con Rafael Hernández en la Avenida Martínez Catena. Pero antes de continuar me van a permitir que les diga que mi amigo es conocido popularmente como Rafa El Negro. A Rafa lo mantuve yo en la plantilla de la Agrupación Deportiva Ceuta contra viento y marea. Pues no gozaba de la estima de los aficionados. Quienes no dudaban en obsequiarnos, tanto a él como a mí, con música de viento en cuanto sonaba su nombre por la megafonía del Alfonso Murube.

Rafa y yo nos vemos de higos a brevas. Pero cada vez que eso ocurre, como ha sido el caso de hoy, lo primero que hace es recordarme el valor que yo demostraba al concederle la titularidad. Discutida continuamente por los aficionados, antes y durante el partido, como asimismo el malestar que cundía entre los dirigentes del club. Menos mal que siempre contábamos con la ayuda moral de Juan Barrientos Sevilla: médico del club y persona muy cercana a mí en el banquillo.

A mí me consta que Rafa aprovecha cualquier oportunidad para elogiarme. Y lo hace sin deberme nada. Puesto que si jugaba era, sin duda alguna, porque cumplía estrictamente la misión que le encomendaba. Y la llevaba a cabo con una eficencia que redundaba en beneficio de todo el equipo.

Cierto es que  sus mejores actuaciones fueron jugando como visitante y en los campos más difíciles. Hay una en Córdoba -en la temporada 83-84, y en una tarde donde llovía torrencialmente-, tan poderosa, que llamó la atención de Rafael Campanero Guzmán, presidente del Córdoba, que lo quería contratar a toda costa.

Hoy, tras hablar con mi amigo Rafa, acudió a mi memoria una extraña anécdota que no sé ya si me fue contada o leída por mí: se trata de un episodio de la guerra ruso-japonesa de 1905. Durante la decisiva batalla que enfrentó a las dos flotas enemigas, el comandante en jefe, almirante Togo, dirigía las operaciones desde el puente del barco. 

En un momento de gran peligro, el ayudante del almirante quiso constatar el estado moral del jefe. Así que deslizó furtivamente la mano entre sus piernas y se dio cuenta con alivio de que los testículos de su jefe colgaban del modo más normal del mundo. El almirante estaba, pues, perfectamente sereno. Tranquilizado, el oficial se apresuró a volver a su puesto.

En ocasiones, el triunfo de algunos jugadores se debe  a la confianza depositada en ellos por sus entrenadores. En este caso, Rafa El Negro jugaba convencido de que si cumplía al pie de la letra el cometido asignado por mí, nadie podría cambiar mi parecer. Y salía airoso de la prueba. Aunque él, cada vez que nos vemos, lo simplifica: “Manolo, ¡qué huevos le echaba usted al asunto¡”. Así era Rafa y así es todavía.





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