Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

jueves, 5 de octubre de 2017

Felipe VI y el caballo de Espartero

En el Antiguo Régimen los cambios de reinado eran acogidos con esperanzas de cambio a mejor y se acrecentaba la tendencia a planificar, aconsejar, contribuir a la mejora de la nación. Todavía en el siglo XIX el advenimiento de Fernando VII -hombre de natural desconfiado, suspicaz y vengativo, llamado  "el Deseado" "o el rey Felón"- y luego de Isabel II fueron acompañados de pronósticos venturosos que no se cumplieron. Por lo que la proclamación de Alfonso XII no suscitó demasiado interés.

La proclamación de la mayoría de edad de Alfonso XIII (1902) no tuvo consecuencias apreciables en la marcha de los acontecimientos; aunque el Rey, "un muchachito consentido, rodeado de una aduladora servidumbre palatina con aires de camarilla, quería intervenir en la vida política algo más de lo que le permitía el marco constitucional". 

Alfonso XIII estaba animado de las mejores intenciones, pero no tenía ni los poderes ni las cualidades necesarias para dominar las tendencias que corroían el edificio levantado por el canovismo -por más que don Pedro Sainz Rodríguez dijera lo contrario- y para el que no se veía ninguna alternativa. Mirando en conjunto aquel reinado, y a pesar de que hubo momentos brillantes y avances innegables -según dijo Antonio Domínguez Ortiz-, se nos aparece como un plano inclinado que condujo al régimen hacia su traumático final.

Al rey Juan Carlos I le debemos los españoles tanto como para que primen sus aciertos por encima de sus debilidades como hombre. De no ser así, no seríamos merecedores de todo lo que conseguimos en más de cuatro décadas. Cierto es que tras aflorar la crisis económica -causante de la pérdida de la clase media- y la corrupción generalizada, más dañina incluso que el terrorismo, cundió entre los españoles, de todas las clases e ideas políticas, el desánimo y la desesperación. Resurgió el fanatismo político, la anarquía -muy propia del individualismo español- el nacionalismo y el deseo evidente de romper la unidad de España por parte del populismo y la burguesía catalana.

Conluido el reinado de su padre, Juan Carlos I, por abdicación, Felipe VI fue proclamado Rey el 19 de junio de 2014. Herencia recibida en tiempos difíciles, muy difíciles, complicados hasta extremos insospechados. Con las calles tomadas por Podemos ofreciendo esperanzas vanas a quienes estaban sufriendo las penurias de los recortes sociales en todos los sentidos. Con los ciudadanos apostados ante los edificios judiciales para ajustarles las cuentas a quienes iban a ser imputados de corrupción. Y, para más inri, cuando parecía que los españoles volvíamos a remontar el vuelo, llegan los burgueses catalanes -como es costumbre en ellos- y ponen a España al borde del disparate.

Menos mal que hemos tenido la suerte, en esta ocasión, de contar con un Rey de verdad. Un Rey ejemplar. Un Rey con agallas suficientes para decirles a los golpistas catalanes que su proceder es inadmisible y que por encima de ellos está la Constitución y el Estatuto que han incumplido. La rotundidad del mensaje de Felipe VI, al respecto, aún no ha servido para que las dudas del Gobierno, presidido por Mariano Rajoy, desaparezcan de una vez por todas. Cuando, debido a la gravedad de los hechos, Puigdemont y sus consejeros deberían estar ya alojados en el sitio que les corresponde.
 
Lo cual está propiciando que la gente esté ya pensando en alguien que los tenga como el caballo de Espartero para que afronte el problema sin que le tiemble el pulso.

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