Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

jueves, 21 de diciembre de 2017

El artículo de diciembre

Navidad. Fiestas de añoranzas, de recuerdos y donde hay que domeñar los sentimientos para no amargarles la existencia a quienes nos frecuentan. Diciembre es mes en el cual mucha gente se deja invadir por la tristeza y permite que el desánimo imponga su ley. Dicen los psicólogos que las consultas se llenan de pacientes convencidos de que son los más infelices del mundo. Piensan los depresivos en estas fechas, según cuentan los profesionales encargados de remediar los males del alma, que ellos son los únicos que sufren por las pérdidas de sus seres queridos, y se hunden aún más en el abismo de la melancolía.

También diciembre, sobre todo en estos días finales, es tachado de ser un mes manejado por los comerciantes para vendernos todo lo habido y por haber. Se dice que la comercialización de la Navidad está falta de espíritu cristiano, dado los innumerables pobres que existen en el mundo y que seguramente sufrirán un ataque de ira por las muchas ostentaciones que ven a su alrededor. Lo cual considero motivo más que suficiente para que se sientan más desgraciados que nadie, y encima sin derecho a tratamientos ni a recomendaciones de los sanadores de la mente.

La pobreza es terrible. Y qué decir de los que apenas tienen nada que llevarse a la boca. Pues bien, ambas cosas quedan en estas fechas contrapuestas ante la luminosidad de las ciudades, los grandes almacenes llenos de un público ávido de gastar y gastar y, sobre todo, de la alegría desbordante de los más jóvenes que todavía carezcan de las muecas de dolor que les impiden disfrutar plenamente de las fiestas navideñas. 

Y hacen bien tales jóvenes: porque ya tendrán tiempo de mirar hacia atrás y sentir cómo se les hace un nudo en la garganta con los pasajes que les recuerden a los suyos que ya no están. Hacia atrás suelo yo mirar en algunos momentos de estas celebraciones, sin ánimo de chapotear en los recuerdos dolorosos, y veo con claridad mis andanzas navideñas en años donde la gente era más católica por convención social que por convicción personal.

El ambiente ayudaba a que nuestros padres nos llevaran a la tradicional Misa del Gallo, ateridas las carnes al caminar por las calles bajo una niebla densa que hacía más insoportable el sacrificio de cumplir con el rito. Calles llenas de ciudadanos cuya única idea era embriagarse esa noche, la del 24, aprovechando el nacimiento del Niño Dios para ahuyentar los malos bajíos de una vida que en aquellos años de postguerra era más que insoportable. Corría el anís y los polvorones de Estepa iban sirviendo de lecho estomacal a una bebida que entraba bien... Pero su exceso producía borracheras tiritonas.

Borracheras de pobres hastiados de su convicción de serlo y que antes de coger la curda habían visto cómo los ricos del pueblo le rezaban al mismo Dios que ni siquiera era capaz de aliviar las miserias de aquellos terribles cuarenta en los que se moría de tuberculosis, en plena juventud, por carecer de dinero para comprar en Gibraltar unos tarritos de penicilina que curaban la terrible enfermedad. Cierto es que de aquellas Navidades de mi niñez conservo recuerdos entrañables: un patio de vecinos con todos sus inquilinos cantando villancicos e intercambiando pestiños y mantecados. Y allá que ofrecían las dos botellas de licores que las bodegas regalaban por aquellas fechas a sus trabajadores. 

Eran días donde los marineros que navegaban al moro para pescar habían sido esperados por los suyos con el alma en vilo. Puesto que raro era que, durante las fiestas, el viento de levante no azotara los barcos en el Estrecho, haciendo de la travesía de aquellos cascarones un auténtico martirio. Todo era peor en aquel entonces. Y ni siquiera había psicólogos. 








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