Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

lunes, 30 de julio de 2018

Aquel verano de 1982

Hace la friolera de 38 años, un 30 de julio de 1982, viernes por más señas, se cumplían dos semanas de mi llegada a Ceuta para ser entrenador de la Agrupación Deportiva Ceuta por primera vez. Estaba alojado en el Hotel La Muralla. Todavía establecimiento confortable en todos los sentidos. Lugar de encuentro de familiares, amigos y conocidos. Su jardín era el marco ideal para celebraciones que propiciaban enorme disfrute a los espectadores.

Aquella noche, antes de que Andrés Domínguez presentara al artista telonero, Jesús Cordero me recordaba las veces que había hablado conmigo cuando yo venía a Ceuta dirigiendo a otros equipos. Largirucho y algo encorvado, su rostro parecía haber estado siempre expuesto a la intemperie de los mares. De él comprendí muy pronto que su peligro residía en transmitir la sensación de creer en lo que decía. Por lo que era un contertulio de armas tomar.

Jesús Cordero, de quien sigo guardando un grato recuerdo, gesticulaba y manoteaba al expresarse, dejando ver unas manos largas con dedos inacabables. Era entonces, maestro de escuela, especializado en Educación Física; pero llevaba media vida, según supe, soñando con ser un bon vivant. Aquella noche, de aquel verano, Jesús me dijo si me era posible asistir a una reunión de amigos suyos. La cual estaba acordada al anochecer del día siguiente en la cafetería del Hotel La Muralla.

Acudí puntual a la cita. En el hotel reinaba un ambiente extraordinario. No en vano se percibía ya el comienzo de las Fiestas Patronales. Jesús me fue presentando a sus amigos: Francisco Bernet, Paquirri, Salvador Ruiz, Dorín, Fito Blanco y Bernardo Crespo. Éste acababa  de poner los pies en esta tierra, a la que había venido para confeccionar una revista de turismo subvencionada por el Ayuntamiento y la Caja de Ahorros y Monte de Piedad.

Apenas hechas las presentaciones, Paquirri nos contó el último chiste; ese que pocos habían oído nunca. Justo fue reconocerle su buena narración. Me habló también de su pasión por el waterpolo. En aquel tiempo entrenaba al Club Natación Caballa. Dorín era de complexión fuerte y de perfil aguileño. Lucía bigote generoso. Tal vez para compensar su alopecia imparable. De mirada verde, Dorín festejaba ruidosamente los chistes de Bernet y las ocurrencias de Bernardo.

Bernardo Crespo soltaba la gracia con desgaire, es decir, como mirando al tendido, y esa aparente lasitud, estudiada o no, ponía una nota de humorismo en cualesquiera de las tonterías que se sacaba de la manga. BC era un guapera que usaba chaqueta cruzada, azul, y corbata a juego. Caía bien nada más verlo. Fito Blanco se mostraba pinturero, ceremonioso y preguntón. Era tenido por buen tirador al plato y al pichón. Mi amistad con él perduró en el tiempo.

Juan Antonio García Ponferrada acudió al encuentro cuando el cachondeo entre los contertulios había alcanzado su punto culminante. Ni que decir tiene que fue recibido con música de viento. García Ponferrada, alto, escurrido de carnes, rostro alargado y panocha, era entonces un político que prometía mucho. Tanto como para formar un tándem casi perfecto con mi siempre admirado Fernando Jover.




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