Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

miércoles, 28 de agosto de 2019

El arte de andar bien


Agosto toca a su fin y uno lo agradece de veras. Pues siempre lo consideré como un mes gafado. Sí, ya sé que los habrá que digan con celeridad que en los tiempos que corren ya no vale hablar de supersticiones y supercherías. Pero quienes fuimos niños en los años cuarenta vivimos un agosto que no se borra de nuestra mente. Sobre todo los que nacimos en tierras gaditanas. Primero ardió Cádiz por los cuatro costados. Y, pocos días después, Islero -toro perteneciente a la ganadería de Eduardo Miura- mató en Linares al mejor torero de la época...

A Manolete, recién cumplido yo los ocho años, le vi salir un día del chalé donde vivía su madre. El cual estaba situado en la avenida de Cervantes. (Córdoba). El diestro caminaba hacía la vía del Gran Capitán. Y, claro, yo no dudé en seguir sus pasos a una distancia prudente. Jamás he olvidado sus andares. Con el Califa del Toreo me pasó lo mismo que la primera vez que vi una película de Robert Mitchum. Que salí del cine tratando de imitar sus andares.

De mí se apoderó una actitud maquinal de andar como lo hacían ambas estrellas del espectáculo. Proceder de un niño, como otros muchos, que estaba poseído por la pasión de parecerse en algo a los héroes de turno. Como si la tarea fuera cosa de coser y cantar. Hace ya mucho tiempo que se solía discutir acerca de si alguien había hecho de los andares un arte suficiente como para servir de espejo a los demás. Y el ejemplo de tamaña elegancia siempre recaía en las figuras ya reseñadas.

Mi opinión al respecto nunca dejó de ser favorable a Manolete. Y lo argumentaba así: la elegancia de los andares del mítico torero era serena, natural e interior. Era una distinción que iba de dentro a fuera.  Y en la que no se atisbaba el menor síntoma de querer llamar la atención. Erguida la planta, el maestro se dejaba llevar por sus pasos cadenciosos. Ritmo acompasado con el braceo adecuado y la mirada al frente. Espectáculo espontáneo que causaba admiración a su paso y que a él le hacía sentirse abrumado. Pues la discreción formaba parte de su forma de ser. 

De los andares de Robert Mitchum, que tanto influyeron en su carrera como actor, siempre deduje que él se valía de ellos para seguir captando la atención lejos de las cámaras. Incluso que su forma de caminar estaba sometida a contrato por la industria del cine. Por lo que cada dos por tres el actor estaba obligado a recordar la singularidad de su caminar. La cual formaba parte principal, sin duda alguna, de la condición que le había proporcionado a RM convertirse en estrella de Hollywood.


 



 

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