En 1972, si la memoria no me falla, un señor muy amigo de don Pedro Escartín me dijo que éste tenía interés en conocerme. Así que me sentí halagado y acepté la invitación. Viajé a Madrid y minutos antes de la hora prevista ya estaba yo pulsando el timbre de su piso en un edificio de la calle Hermosilla, número 22. Me hicieron pasar a su despacho y principiamos la conversación hablando de nuestro amigo en común. Un tipo extraordinario, llamado Tomás Osborne. Cuya pasión por el fútbol le costaba dinero.
De pronto, PE me preguntó cuál era la razón por la que había árbitros que se quejaban de mi comportamiento durante los partidos. Quejas que habían llegado a sus oídos... Y, en seguida, le expuse el principal motivo. Mire usted, don Pedro, a los entrenadores nos tienen enjaulados en una especie de concha, como la que usan los apuntadores en el teatro, y cuando decidimos salir de ese cuchitril para comunicarnos con nuestros jugadores, el juez de línea de esa banda llega a todo correr para amonestarnos de palabra; llamando, además, la atención del árbitro.
Válgame el introito para recordar que la zona técnica reservada para los entrenadores, en los años sesenta, setenta y ochenta, era un espacio desde el cual había que tener vista de águila para seguir el desarrollo del partido. Era preferible, al menos para mí, que ese espacio no tuviera techumbre. O bien que nos pusieran varias sillas de tijeras pegadas a un pequeño muro que nos separaba de un público predispuesto a darnos ... la tabarra.
A pesar de estar tan mal situados, había entrenadores que veían en un decir amén los errores de su equipo o las debilidades del adversario. Técnicos a los que se les escapaban muy pocos detalles de los que podían cambiar el curso del encuentro para bien de los suyos. Y actuaban con celeridad. Tomando las decisiones adecuadas para subsanar el problema. Ahí estaba y sigue estando el quid de la cuestión. Dado que si el entrenador carece de ese don, de nada le vale ocupar un sitio privilegiado en el campo y, por si fuera poco, rodeado de ordenadores y ayudantes que le van suministrando datos.
Sí, ya sé que no faltarán quienes me tachen de misoneísta. Que se aplica al que tiene aversión a las novedades. Pero no es mi caso... Ni creo que tampoco sea el de muchos de los entrenadores que ejercieron el oficio en las décadas ya reseñadas en los primeros párrafos. Ojalá hubiésemos podido contar con esos cachivaches tan modernos y donde se aprecia con exactitud todo lo que acontece en el terreno de juego para estudiarlo después de los partidos. Pero no durante el mismo.
Y me explico: ¿dé que vale contar con tantos y tan valiosos medios, manejados por varios ayudantes, si las decisiones del entrenador, si las toma, llegan tarde y erróneamente? Yo sigo pensando que el buen entrenador debe estar capacitado para ver cuanto ocurre en el terreno de juego y sobre todo para enmendar los errores propios o los de cualesquiera de sus futbolistas. Máxime cuando, desde hace ya mucho tiempo, goza de un espacio privilegiado en el campo. Y tiempo tendrá de estudiar las imágenes grabadas.
Válgame el introito para recordar que la zona técnica reservada para los entrenadores, en los años sesenta, setenta y ochenta, era un espacio desde el cual había que tener vista de águila para seguir el desarrollo del partido. Era preferible, al menos para mí, que ese espacio no tuviera techumbre. O bien que nos pusieran varias sillas de tijeras pegadas a un pequeño muro que nos separaba de un público predispuesto a darnos ... la tabarra.
A pesar de estar tan mal situados, había entrenadores que veían en un decir amén los errores de su equipo o las debilidades del adversario. Técnicos a los que se les escapaban muy pocos detalles de los que podían cambiar el curso del encuentro para bien de los suyos. Y actuaban con celeridad. Tomando las decisiones adecuadas para subsanar el problema. Ahí estaba y sigue estando el quid de la cuestión. Dado que si el entrenador carece de ese don, de nada le vale ocupar un sitio privilegiado en el campo y, por si fuera poco, rodeado de ordenadores y ayudantes que le van suministrando datos.
Sí, ya sé que no faltarán quienes me tachen de misoneísta. Que se aplica al que tiene aversión a las novedades. Pero no es mi caso... Ni creo que tampoco sea el de muchos de los entrenadores que ejercieron el oficio en las décadas ya reseñadas en los primeros párrafos. Ojalá hubiésemos podido contar con esos cachivaches tan modernos y donde se aprecia con exactitud todo lo que acontece en el terreno de juego para estudiarlo después de los partidos. Pero no durante el mismo.
Y me explico: ¿dé que vale contar con tantos y tan valiosos medios, manejados por varios ayudantes, si las decisiones del entrenador, si las toma, llegan tarde y erróneamente? Yo sigo pensando que el buen entrenador debe estar capacitado para ver cuanto ocurre en el terreno de juego y sobre todo para enmendar los errores propios o los de cualesquiera de sus futbolistas. Máxime cuando, desde hace ya mucho tiempo, goza de un espacio privilegiado en el campo. Y tiempo tendrá de estudiar las imágenes grabadas.
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