Vicente del Bosque, en una entrevista publicada por Enrique Ortego, fechas atrás, hablaba de cómo los entrenadores son analizados minuciosamente por los jugadores desde el primer día de su presentación. El exseleccionador enumeraba detalles que no son conocidos por los aficionados. Verbigracia: los futbolistas observan con interés la forma de vestir del técnico, si tiene facilidad de palabra, su lenguaje corporal, sus manías... y sobre todo si tiene conocimientos suficientes para desempeñar el cargo.
A semejante escudriño deben sumarse los deseos manifiestos de los componentes de la plantilla por saber cómo se comporta el técnico en su vida particular. Tratan de conocer sus aficiones, las amistades que tiene y todo cuanto concierne a su vida íntima. Los lugares que frecuenta y si excede en tal o cual cosa. El entrenador sabe que está siendo sometido a una investigación permanente. Pero prefiere no darse por enterado. A no ser que se vea obligado a tener que pararle los pies al listo de turno por cundir cualquier rumor improcedente.
Al margen de todo lo expuesto, la tarea del entrenador es muy complicada; dado que resulta imposible tener contentos a quienes no juegan o juegan poco. Pues el fútbol, a pesar de ser un juego de conjunto, es el deporte donde prima más el egoísmo. Por razones obvias: siendo la principal la bajada de la cotización de los suplentes. Vamos, la perdida de cachet. Tampoco conviene echar en saco roto la frustración que la suplencia causa entre los familiares de quienes la padecen.
Los entrenadores se equivocan. Por lo tanto, los mejores son los que se equivocan menos. Así que la credibilidad del técnico se la tiene que ganar en el banquillo. Y no hay mejor manera de hacerlo que tomando decisiones, cuando en el terreno de juego "pintan bastos", que produzcan el efecto deseado. Es entonces, sin duda alguna, cuando los futbolistas se percatan de que quien los dirige no sólo conoce el oficio sino que, además, es capaz de ganar partidos. A partir de ahí todo lo demás pasa a segundo plano.
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