Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

lunes, 28 de diciembre de 2020

El 2020 será recordado con pánico

Hay catástrofes que no he olvidado nunca. Verbigracia: la explosión de Cádiz; debido a que el estruendo del estallido provocó que un hombre que vivía en mi calle, conocida como la de San Francisco, muriese del sobresalto. Tal vez porque su corazón estaba ya cansado de soportar las calamidades de los miserables años cuarenta. Tuve tiempo de ver su cuerpo en la acera, antes de que mis padres me alejaran del lugar. Pero aún recuerdo su rostro, su nombre y también su apodo. La tragedia de la capital la fui conociendo con cuentagotas.

Durante mi niñez, raro era el día en el cual yo no oyera hablar de las muertes habidas por la tuberculosis. De cómo el piojo verde causaba el tifus y de fallecimientos por mor de enfermedades que pocos se atrevían a nombrarlas. Me aturdían lo rezos del rosario de mañana cuando las voces de los oradores me despertaban y me impedían dormir nuevamente. Me inquietaba cruzarme con un entierro. Que no eran pocos. Aunque veía la muerte como algo imposible. Lejos estaba yo de pensar lo que me esperaba... 

El 21 de julio de 1972 me tocó ser testigo directo de cuanto aconteció después de chocar un ferrobús de Cádiz y un tren expreso entre las localidades de El Cuervo y Lebrija. Muchísimo fueron los muertos y los heridos. Pero nadie quiso contar la conversación que mantuve con una autoridad eclesiástica, llegada desde Sevilla para asesorar sobre qué hacer con las personas fallecidas. Los testigos de esa disputa creyeron conveniente tener la boca cerrada. Eran otros tiempos. Y el miedo aún estaba a la orden del día. 

Cuando los años y los achaques me hicieron comprender que debía cerrarle la puerta al aburrimiento, practicando actividades acordes con mis capacidades, y disfrutar de ese día a día que ha puesto tan en boga El Cholo Simeone, resulta que el catorce de marzo del año que todavía corre, se nos impuso un estado de alarma para hacerle frente al coronavirus: pandemia que no cesaba de matar -aún sigue haciendo de las suyas-. Estuve enclaustrado cincuenta y siete días. 

Mis nervios se desataban cada vez que mi mujer tenía que hacer la compra. Por más que la hiciera de prisa y corriendo. Poco a poco me fui relajando. Aunque nunca incumplí las normas. Bien cabría aquí esa frase torera: nunca se le puede perder la cara... Máxime cuando las informaciones de los medios de comunicación eran aterradoras. La gente se moría a chorros y los hospitales estaban colapsados. Hubo momentos en los que parecía que todos los mayores acabaríamos palmándola.

Nunca salí al balcón ni me puse a cantar ¡Que Viva España! Pero tuve siempre presente el trabajo de los sanitarios y hasta invocaba a mi santo preferido para que los protegiera. Tanto a ellas como a ellos. La cifra de muertos aun no se sabe. Ni creo que nunca se sepa. Dado que durante muchos días nadie daba pie con bola. Me asquearon hasta la náusea quienes aprovecharon la ocasión para llenar la bolsa traficando con materiales tan escasos como imprescindibles. A pesar de que esas actuaciones suelen  darse en desdichas como las que estamos viviendo.
 
2020 está a punto de fenecer. Dentro de tres días desaparecerá de nuestras vidas. Y será recordado con pánico. El temor contagioso del dios Pan. Por más que se hayan producido en tiempos anteriores situaciones de terror colectivo. Algunas de esas situaciones las hemos vivido quienes tenemos muchos años. Y qué decir de las generaciones anteriores. Aunque el COVID-19 está causando tanto dolor como para convertirse en el nuevo objeto de estudio de los sicólogos y sociólogos.
 

 

 

 



 


 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

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