Durante mi niñez, raro era el día en el cual yo no oyera hablar de las muertes habidas por la tuberculosis. De cómo el piojo verde causaba el tifus y de fallecimientos por mor de enfermedades que pocos se atrevían a nombrarlas. Me aturdían lo rezos del rosario de mañana cuando las voces de los oradores me despertaban y me impedían dormir nuevamente. Me inquietaba cruzarme con un entierro. Que no eran pocos. Aunque veía la muerte como algo imposible. Lejos estaba yo de pensar lo que me esperaba...
El 21 de julio de 1972 me tocó ser testigo directo de cuanto aconteció después de chocar un ferrobús de Cádiz y un tren expreso entre las localidades de El Cuervo y Lebrija. Muchísimo fueron los muertos y los heridos. Pero nadie quiso contar la conversación que mantuve con una autoridad eclesiástica, llegada desde Sevilla para asesorar sobre qué hacer con las personas fallecidas. Los testigos de esa disputa creyeron conveniente tener la boca cerrada. Eran otros tiempos. Y el miedo aún estaba a la orden del día.
Cuando los años y los achaques me hicieron comprender que debía cerrarle la puerta al aburrimiento, practicando actividades acordes con mis capacidades, y disfrutar de ese día a día que ha puesto tan en boga El Cholo Simeone, resulta que el catorce de marzo del año que todavía corre, se nos impuso un estado de alarma para hacerle frente al coronavirus: pandemia que no cesaba de matar -aún sigue haciendo de las suyas-. Estuve enclaustrado cincuenta y siete días.
Mis nervios se desataban cada vez que mi mujer tenía que hacer la compra. Por más que la hiciera de prisa y corriendo. Poco a poco me fui relajando. Aunque nunca incumplí las normas. Bien cabría aquí esa frase torera: nunca se le puede perder la cara... Máxime cuando las informaciones de los medios de comunicación eran aterradoras. La gente se moría a chorros y los hospitales estaban colapsados. Hubo momentos en los que parecía que todos los mayores acabaríamos palmándola.
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