Volver al trabajo, tras disfrutar de las vacaciones agosteñas, sigue causando tristeza a muchísimas personas. Incluso las hay que necesitan ayuda sicológica. El problema no es nuevo, dado que yo escribí al respecto en el verano de 2008. Así que hoy he creído conveniente transcribir literalmente mi comentario de entonces. En vista de que semejante trastorno, según dicen, ha ido a más.
A los romanos les repateaba el tiemplo que empleaban los griegos disfrutando de grandes reflexiones y largas parrafadas. No entendían el ocio de éstos y hasta se mostraban desconfiados por lo que ellos consideraban una costumbre perniciosa. Cincinato, por ejemplo, sólo deja la espada por el arado y Catón pone el grito en el cielo cada vez que cae en la cuenta de que para los griegos no existen los días laborables.
A los españoles de mi niñez, años cuarenta, y ya no digamos nada a los de las generaciones anteriores, también les sonaba a chino la palabra ocio. No existían las vacaciones y a lo máximo que se aspiraba era a frecuentar una playa donde les exigían a las mujeres ponerse un albornoz que las dejaba como recién salida de un baño turco. Lo cual era ya un logro impensable lejos de cualquier punto costero.
Mi primer viaje de placer lo hice yo montado en un tren carreta con destino Cádiz-Córdoba. Andaba recién cumplidos los seis años y me lo pasé bomba dentro de un vagón cuyo ambiente jamás he podido describir nunca en toda su amplitud. Lo primero que se nos aconsejaba es llegar a la estación con antelación suficiente para ser de los primeros en coger asiento. Y, aun así, había que ser muy rápido para no tener que viajar un gran trecho de pie y mirando por una de las ventanillas de un largo pasillo los campos yermos de una España desolada.
El tren, con bancos de madera enfrentados, era arrastrado por una máquina que se sulfuraba en cuanto el camino se empinaba. Cestos y hatos llenaban el estante de mallas de los equipajes y muchos se apilaban en el suelo; pues en los vagones viajaban mujeres que eran estraperlistas; es decir, se dedicaban al tráfico del mercado negro y miraban desde su atalaya la llegada de los guardias civiles.
Los vendedores callejeros, de todas las edades, desfilaban por el vagón ofreciendo a la venta plátanos, frutos secos, pastas, pipas de girasol, dulces, billetes de lotería, agua, etc. Sus pregones se notaban: "Agua fresca. Tortas tiene buenas. Oye, las avellanas". A mí se me hacía la boca agua con los mostachones de Utrera. Allí hacíamos una larga parada para transbordar. Y la tediosa espera la combatíamos comiendo las deliciosas tortas del lugar.
Durante el viaje pasaba por delante nuestra toda una corte de los milagros: una mujer ofreciendo peines que nadie compraba; un impedido tocando un violín desafinado; un trilero tratando de sacar rédito al juego de las tres cartas y los innumerables vendedores de lotería. Llegábamos a Córdoba derrotados pero contentos. Y dispuestos a disfrutar de los placeres de entonces en una ciudad donde la estación estaba llena de miserables y famélicos y las calles abarrotadas de pedigüeños y jornaleros sin trabajo en la campiña.
Al cabo de varios días, acabada las cortas vacaciones, regresábamos -a pesar del calor- satisfechos a nuestro lugar de origen y sin el menor indicio depresivo, falta de apetito o padecimiento de insomnio por el regreso. Nuestra única preocupación, o sea, la de mis padres, era ahorrar cuatro perras para poder pagarnos, cuanto antes mejor, un nuevo viaje a la tierra en la cual vivía parte de nuestra familia.
Por tal motivo, quedo sorprendido, un verano más, de las declaraciones que hacen muchas personas, en los informativos televisados, sobre la depresión que les causa la vuelta al trabajo después de haber viajado con las máximas comodidades. Recorriendo Londres, París, Amsterdam... O bien se han adentrado por el exotismo de Tailandia y han quedado fascinados con Canadá.
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