La vejez

 Hacía mucho tiempo que yo no sabía nada de Pedro Cordones. Es más, si la memoria no me falla, creo que la última vez que nos vimos fue en el Madrid de principio de los años sesenta. Cuando ambos buscábamos hacernos un sitio en el mundo del fútbol y acudíamos casi todos los días del mes de julio a correr al Cerro de Los Locos. Con el fin de estar en condiciones de jugar partidos veraniegos para obtener unas pesetas y de paso que nos viesen los ojeadores de turno. A veces pregunté por él a amigos comunes y ninguno supo decirme a ciencia cierta dónde estaba.

Hoy, al cabo de tantísimos años, Pedro me ha puesto al tanto de los sitios lejos de España en los que ha residido. Y también de cómo le ha sido posible dar conmigo. En suma, que nos lo hemos pasado bomba intercambiando aventuras de aquellos entonces en los que vivíamos a nuestro aire y disfrutábamos de lo lindo tanto si la bolsa sonaba poco o era extremadamente ruidosa. Pedro es octogenario y un año mayor que yo. Y me ha dicho, como quien no quiere la cosa, que no lleva bien la vejez... 

Y a mí me ha dado por hablarle del envejecimiento como si mis palabras fueran a servirle de algo. Mira, Pedro, la vejez es ineludible (a menos que un accidente o una enfermedad no nos haya conducido prematuramente a ese sitio del cual nunca se vuelve); no obstante, es posible remediar los inconvenientes de esta última fase con una buena higiene y con una manera racional de vivir. Dado que el organismo, según dicen los profesionales de la cosa, cada vez es menos capaz de adaptación y los esfuerzos hay que hacerlos funcionar al ralentí. Sin estímulos bruscos; ya sean nerviosos o emocionales, musculares, respiratorios o digestivos. No olvides, Pedro, que la agitación, el trabajo excesivo, los esfuerzos y la intemperancia son los peores enemigos del viejo y han de ser evitados a toda costa.