Siempre se ha dicho, y si no yo lo digo, que la izquierda, a veces
con razón y otras sin ella, ha tenido demagogos muy célebres, que
ejercían esta disciplina con plena conciencia de que era un instrumento
político muy válido. Ahí es nada subirse al escenario y ponerse a
largar un discurso que tiene como fin predominante agradar o exaltar a
las masas, generalmente con medios poco lícitos. La derecha -sin
embargo- ha elegido siempre lenguajes moderados para una clientela que
no apetecía oír la exageración.
Pero desde hace mucho tiempo, casi
tres décadas, esos términos de derecha e izquierda han cambiado muchos
grados. Así que la derecha ha evolucionado hacia el populismo, y la
izquierda hacia la clase instalada o culta. Por lo cual, dirigentes
socialistas y populares practican la misma política cuando se suben a un
escenario a convencer a los ciudadanos mediante la mentira casi por
sistema. La mentira es un arte. Y los políticos consideran que lograr la
perfección en ese menester da categoría.
Conocido es que las
personas adoptan siempre un aire serio cuando dicen mentiras. ¡Qué
seriedad, pues, la de nuestros dirigentes, desde hace la tira de tiempo!
La misma que mostró Mariano Rajoy como mitinero en Andalucía,
cuando prometió un millón de puestos de trabajo, amén de obras públicas y
construcciones de viviendas sociales a tutiplén. Y que, seguramente,
cuando le preguntó a sus palmeros por cómo había estado, éstos le
dijeron que juncal. Más o menos como Santiago Martín El Viti lo estaba cada vez que el diestro salmantino toreaba en la Maestranza, con ese aire de imagen de Semana Santa.
Nada más oír al presidente del Gobierno, el nombre de Beni de Cádiz
se me vino a la mente. Porque él, que era un cantaor extraordinario y
un contador de chistes genial, se expresaba así: "Todo lo que yo cuento
es mentira. Porque la mentira hace felices a los demás". Y lo decía tan
serio, con un semblante tan luctuoso, que a uno le daban todas las
ganas del mundo de subir al escenario a compartir su pena. Lo prometido
por el presidente del Gobierno a los andaluces, no cabe la menor duda de
que habrá hecho posible que muchos de ellos hayan dicho de él que "es más bueno que el pan de Alcalá".
Ahora bien, mal haría Rajoy en fiarse de lo que le digan Javier Arenas y sus corifeos,
porque los ciudadanos creen ya tan poco en la política y están tan
convencidos de que cada partido es peor que el otro, que, en cuanto se
percaten de que las promesas de los populares no dejan de ser el cuento del alfajor,
discurran de esta guisa: "Más vale lo malo conocido...". Y, claro, de
ese discurrir, no hace falta ser muy listo para darse cuenta de que la
que sale ganando es Susana Díaz. Por más que luego se vea obligada a pactar con quien se avenga a razones.
Susana
Díaz, como todos los políticos, que de existir la Inquisición serían
ahora principales víctimas de Ella, por más duro que parezca lo dicho,
haría bien en saberse de memoria que cuando uno pierde la esperanza echa
mano de la ignorancia y del fanatismo y se vuelve reaccionario. Paro y
corrupción están a la orden del día. Y con semejantes lacras, la que
posiblemente sea la presidenta de Andalucía, de aquí a nada, habrá de
andarse con tientos. Por más que andaluces y gallegos, que tantos
motivos han tenido, y tienen, para proclamarse airados, sean siempre los
más templados. Pero todo tiene un límite, cuando se trata de tenerse
en pie. La única verdad absoluta.
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