Hoy se cumplen 20 años de los disturbios que se produjeron en el Ángulo. Y he decidido transcribir literalmente una de las columnas que tuve a bien dedicarle a un suceso que dio la vuelta al mundo y que a mí me tocó vivir tan de cerca que no tuve más remedio que implicarme en lo ocurrido, aun sabiendo que estaba pisando arenas movedizas.
Daniel Oliva, periodista entonces de la Cope Ceuta, lloraba mientras cubría la intervención de la Policía Nacional para sofocar los disturbios del Ángulo. Muy entrada la noche, allá a las dos de la mañana, Gema Arrebola, una niña con cuerpo de mujer, no cesaba de acordarse de su padre mientras derramaba un río de lágrimas y sus lamentos resonaban por los pasillos del Hospital Militar. Son las dos imágenes que me hacen no olvidar, por muchos años que hayan pasado, los lamentables hechos ocurridos el 11 de octubre de 1995, cuando los inmigrantes alojados en los bajos de las Murallas Reales se revolvieron contra su indigna situación.
Cada vez que se aproxima el aniversario de tan trágico suceso siento el deseo de escribir de él para meterle la linterna a ciertos puntos, sumamente importantes, que aún están flotando en la más absoluta oscuridad. Pero luego, tras poner a reposar el magín en la almohada, prefiero no decir ni pío de un asunto que empezó a oler muy mal antes y después de recibir el tiro Antonio Arrebola.
Así que me limitaré a recordar que las lágrimas de Daniel Oliva eran causadas por la sensación de dolor que le producía ver a los inmigrantes acorralados y, desde luego, aterrados por el ambiente que los circundaba. No creo que Oliva se moleste porque yo exponga de qué manera sus nobles sentimientos le obligaron a echar mano del pañuelo para ocultar las muestras palpables de su pesadumbre por lo que nunca debió ocurrir. Sin embargo, lejos estaba yo de pensar, aquella fatídica mañana de un octubre templado, que la escena del periodista radiofónico se iba a quedar en pañales frente a la que me esperaba presenciar en los pasillos del Hospital Militar.
Isabel Abarcas, esposa del policía herido por una bala de la que jamás se supo, lleva dos años contando que ella y su hija permanecieron solas en un pasillo del hospital, cuando su marido se debatía entre la vida y la muerte. Y dice verdad Isabel: solas estaban en el preciso momento que yo decidí unirme a ellas para, sinceridad obliga, poder informar a mis lectores de cuanto acontecía. Estaban solas y ateridas las carnes por el miedo.
Durantes horas y horas, Isabel y Gema sólo pudieron hablar conmigo. Fue la única compañía que tuvieron. Así que pude enterarme de los deseos de ambas y de la vida que llevaban y, por supuesto, de lo mucho que amaban a la persona que trataba de salir adelante en la UCI. Era una familia unida y cuyo mayor deseo consistía en tener piso propio. Dado que en esa época estaban viviendo con la madre de Isabel o la de Antonio, que es algo que se ha ido desdibujando en la alacena de la memoria. Lo que sí recuerdo -pues incluso recibí la regañina, lógica y merecida, de Salvador Fossati; cirujano que intervino al policía herido- es mi entrada en la UCI, haciéndome pasar por familiar del herido, gracias a que así lo quiso Isabel Abarcas.
Antonio Arrebola estaba sereno y lúcido, dentro de la gravedad, y dispuesto a mantener la boca cerrada para no complicarle la vida a nadie. Se había atiborrado de corporativismo, pensando como buen compañero y, por qué no, creyendo que sus superiores no lo dejarían abandonado a su suerte. Hay mucho más sobre este asunto. Pero carezco de espacio en esta columna para seguir ahondando en algo que viví muy de cerca. Antes y después del 11-O
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