Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

lunes, 30 de noviembre de 2015

Televisión

Se trata de un medio admirable que puede encumbrar a una persona en la misma medida que puede hundir en la miseria a otra. Descrita por Antonio Gala como ventanilla fatídica, que parece hecha de cristal de aumento por lo clara que deja nuestras deficiencias. La televisión ganó fama de malévola cuando despreció a Richard Nixon para echarse en los brazos de Jhon Kennedy, en las elecciones estadounidenses de 1960. Un Nixon que superaba a su rival en las comparecencias radiofónicas.

Hubo un tiempo en el cual se decía, por parte de quienes estaban especializados en asuntos de televisión, que lo importante era salir, aparecer en la pantalla, que te vieran mucha gente. Y apostillaban: "Desengáñese usted, amigo, quien no sale en televisión no existe". Y los políticos, con la instauración democrática, decidieron frecuentar el medio. Como no podía ser de otra manera.

Entonces, la preocupación del político, cuando aparecía en un medio tan potente, era saber cómo vestirse, cómo mostrarse, cómo sentarse. Conocer los ademanes más adecuados...  Hacia qué cámara mirar. Y también si a la persona que estuviera debatiendo con él o al moderador o al vecino del quinto que estaba formando parte de la claque en el plató. Tales preocupaciones propiciaban el envaramiento del personaje principal, cuya rigidez corporal y su torpeza de expresión eran apreciadas por los televidentes.

Muchos políticos, que anhelaban darse a conocer en la pequeña pantalla, no dejaban de preguntar a sus asesores si las cámaras los querían o los rechazaban. Temerosos de que su lenguaje corporal pudiera quedar hecho trizas en una campaña electoral que estaba siendo dura como el pedernal. Las cámaras de televisión, en su día, fueron magnánimas con El Rey, con Adolfo Suárez y Felipe González. Y se pusieron en contra de Fraga, Calvo Sotelo y Carrillo, por no mencionar más nombres.

Actualmente es todo muy distinto. Los personajes  invitados a la televisión son locuaces, abiertos, expresivos, con muchas ganas de ser convincentes, y procuran sorprender, entusiasmar y conmover al público audiovisual. Por una razón muy sencilla: la televisión se ha convertido en un patio de vecinos -dicho sin sentido peyorativo-. Donde cada cual se expresa como quiere y puede y hasta se maquea como le da la real gana.

Ahora, en tiempos de elecciones, todo lo reseñado resulta grandioso; sobre todo cuando aparece en escena televisada un político convertido en cómico, o en actor, en el sentido más noble de esta identidad. Y, de pronto, se pone a rasguear una guitarra o a tararear un cante de Camarón. O bien confiesa que, de joven, corría detrás de las chavalas como un poseso. O aquel otro que no tiene inconveniente alguno en contarnos varios pasajes de su vida, que desconocíamos.

Sí, claro que todo ello es de agradecer. Que ya habrá tiempo para que los políticos nos hagan bostezar en el Parlamento cuando se desbarran. O en el Gobierno cuando mienten con sumo descaro. O cuando nos aburren con exposiciones de ideas u opiniones, tan largas como pesadas. Peroratas infumables. A mí me parece bien que los políticos, cuando salen a un escenario, en actuación televisada, seduzcan. Que es más importante e infinitamente mejor que situarse en un puesto de mercado a besuquear a los niños.







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