Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

domingo, 10 de enero de 2016

Ocurrió en el Tokio

1984. Diciembre estaba recién empezado. Aquella noche más que frío lo que hacía era una humedad capaz de traspasar las prendas y hacer que los cuerpos tiritasen. A las diez de la noche las calles estaban casi desiertas y hasta el Pub Tokio, situado en la plaza del Teniente Ruiz, siempre de bote en bote, contaba con un único cliente: Celestino Formentera. De cuyo mal whisky escribí hace ya varios días, y también de sus virtudes cuando estaba sobrio.

Celestino Formentera estaba charlando conmigo de cómo eran las mujeres, y dado que era culto por ser leído, me contó de memoria lo que Paul Valéry decía sobre ellas. No sin antes recordarle yo que el escritor francés era un misógino de mucho cuidado y además con bien ganada fama de ser desagradable. Entre otras cosas más que quise reservarme.

En esas estábamos cuando apareció ella. Tenía una bonita figura, curvilínea, una rizada melena de pelo oscuro y cierto brillo en la cara. Al hablar se le notaba que le gustaba su cuerpo. Que se sentía sexy. Y, tras pedir un gin tonic, decidió pegar la hebra con CF, con el jefe de barra y conmigo. Nos dijo que había llegado por la mañana y que estaba alojada en el Ulises. Y dado que Formentera todavía estaba sobrio y, por tanto, con buen son, la asaetó a preguntas. Así que arrimé la oreja y fui todo oído.

Nos puso al tanto de que procedía de León y que había venido a Ceuta siguiendo a su hombre. El cual estaba haciendo el servicio militar aquí. Su hombre pertenecía a una familia acomodada, pero sus padres no estaban dispuestos a darle ni un duro mientras siguiera viviendo con quien se ganaba la vida trabajando en un club de alterne. Así que ella no dudó en coger sus bártulos y venirse para acá dispuesta a que su novio viviera lo mejor posible.

En principio, como no podía ser de otra manera, lo contado por aquella veinteañera nos sonaba a cuento chino. Pero pronto pudimos comprobar que era verdad todo lo que nos había dicho. Cierto es que el chaval, que era un tipo bien plantado, educado y agradable, y cuya natura, según decía ella, era muy valorada por las mujeres, vio el cielo abierto con la llegada de una mujer que le había jurado que mientras estuviese en Ceuta, lo iba a mantener a cuerpo de rey.

El primer hombre en contribuir a la buena vida del novio de la muchacha surgida del frío fue Celestino Formentera. Pues aquella misma noche tuvo la oportunidad de laboral en tajo ajeno. Tan poco frecuente en él como mostrarse asimismo en el propio por razones obvias. Y, claro, quedó encantado del buen trato recibido y de la paciencia que con él tuvo aquella muchacha experta en asuntos del tálamo. Lo cual se tradujo en un deseo manifiesto de mejora en todos los aspectos de mi estimado Celestino.

Una noche, aquella joven me susurró al oído que no estaba en condiciones de ligar porque su aparato estaba de capa caída.y, por tanto, recibía tratamiento al respecto. Y se quedó conversando conmigo en una esquina de la barra. Muy cerquita de la caja. Y llegó un tipo de oración diaria y golpes de pechos a granel, como perro en celo y dispuesto a llevársela al catre a todo trance. Y mi amiga, con su habitual franqueza, le habló de sus males y de la imposibilidad de consumar ese coito. El tipo, creyéndose rechazado, no dudó en triplicar el importe de la minuta que la leonesa solía cobrar. Y ella, harta de tanta insistencia, decidió afrontar el reto.

Al cabo de cierto tiempo, tras licenciarse su maromo, y cuando menos lo esperaba yo, recibí una llamada de Caridad, que así se llamaba la moza leonesa, para contarme, transida de dolor, que su hombre había sido muerto por un marido celoso de la natura -tipo de liebre desmadejada- que el hombre de Caridad manejaba con maestría entre señoras necesitadas de un alivio en condiciones. Doy fe de que Caridad, la leonesa, aunque tenía la edad en la boca, cuando la conocí y la traté, era una mujer de rompe y rasga. Y que por amor era capaz de ir a Roma por todo.

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