Alguien me dijo días atrás que nunca antes, desde que me conoce -y de ello hace ya un mundo-, me había visto fuera de sí. Tan descompuesto, encolerizado, furibundo... Hasta el punto de creer que podía darme un soponcio de mucho cuidado. No cabe la menor duda de que la cólera se apoderó de mí. La verdad no tiene más que un camino.
Ese alguien, a quien considero un magnífico profesional en lo suyo, amén de seguir contando con mi confianza y afecto, se habrá dado cuenta de que aunque cada día que pasa le encuentro más inconvenientes al riesgo, seguramente porque a mi edad -77 años- la valentía sólo puede ser la consecuencia de un descuido, hay circunstancias en las que un hombre tiene que tomar sobre la marcha cualquier decisión a pesar de que cambie el curso de su existencia.
Puesto que eludir semejante comportamiento, cuando se está siendo avasallado, porque sí, es prueba evidente de que uno ha perdido ya la costumbre de vivir y sólo espera diñarla cuanto antes. Y no es mi caso. Sobre todo porque de no hacerse lo que corresponde, por ser justo y necesario, temo que no pueda volverme un tipo razonable sin convertirme al mismo tiempo en un hombre dócil y desalado.
Ya que la prudencia mantenida hasta ese momento por mí, en un caso tan diáfano, un atraco en toda regla, en vez de ser una conquista de la mucha edad de mi mente parecía más bien la funesta consecuencia de algún achaque. Lo cual me ha obligado a recuperar esa alarmante pérdida de facilidad para que los impulsos que había ido omitiendo con el único fin de que todas las partes intervinientes en un asunto tan absurdo como burdo, no padecieran el menor daño.
Y es que la hombría de bien -honradez y moralidad- hay que mostrarla cuando toca. Y ahora tocaba, y sigue tocando. Porque, durante casi diez años, yo he defendido la línea editorial de un medio, contra viento y marea, y en una ciudad pequeña donde la endogamia hace que a uno lo puedan fusilar -entiéndase metafóricamente- al amanecer de cualquier día, por intereses y coveniencias de familias bien avenidas.
Así, pues, no olvide nadie que el camino es largo. Lo cual permite acordarse de esa frase tan manida: "Arrieros somos...". Al margen, claro es, de que la Justicia no puede llamarse andana en un caso que, por clamar al cielo, dará que hablar. Ya lo verán ustedes como sí. Tiempo al tiempo.
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