Es la conversación que surge en la playa teniendo como testigo a José
Mancilla y varios conocidos más, y a mí se me ocurre decirles que yo había
escrito sobre los jugadores bajitos hace dos o tres
años. En cuanto llego a mi casa, lo primero que hago es buscar ese artículo y
lo encuentro con fecha 31 de marzo de 2015. Al grano.
La
estatura se ve condicionada, según nos han dicho quienes saben del asunto, por
factores ambientales durante la infancia, especialmente la alimentación y las
condiciones sanitarias, sumadas a la influencia de los genes. Los españoles
debemos aceptar que nunca fuimos un pueblo bien comido ni siquiera cuando nos
hicimos con los tesoros hallados en nuestras conquistas americanas. Así que
nuestra estatura nunca pasó de ser más o menos unos centímetros más arriba del 1,60.
El español –dijo alguien una vez- es un hombre bajito que siempre está irritado. Sabino Arana fue más lejos: se refirió a los españoles, cargando la suerte a los andaluces que iban llegando a trabajar a Vizcaya, como bajitos y renegridos que encima bailaban agarrados. Una perversidad para el conocido como Padre de la Patria Vasca. Los chicarrones, en cambio, eran nacidos nada más que en tierras norteñas. Se supone que era porque los vascos nunca conocieron la canina de verdad.
Los
españoles bajitos, durante muchos años, tuvimos que hacer verdaderos esfuerzos
para no venirnos abajo. Sobre todo quienes jugábamos al fútbol. Ya que hubo un
tiempo, que duró una eternidad, en que ser corto de estatura parecía lo menos
indicado para formar parte de un equipo. Los presidentes, los entrenadores, los
directores técnicos de un club, cuando se les recomendaba un futbolista, lo
primero que preguntaban era por su
estatura. Menuda felicidad se apoderaba de ellos cuando les decían que el tipo
medía muchos centímetros.
Futbolistas
buenos, muy buenos, y bajitos, los hubo siempre. Aunque pocos triunfaban. Y los
que lo conseguían, sepan ustedes, se debía a que eran técnica y físicamente
extraordinarios. Pues había que serlo si querían triunfar en campos de tierra,
embarrados, nevados… Con balones que pesaban una tonelada. Y qué decir de las botas.
El cansancio de los viajes era para echarse a temblar. Y, desde luego, al no
haber cámaras de televisión en los campos, las agresiones se sucedían a la par
que los arbitrajes eran calamitosos, en bastantes ocasiones.
Llegaron tiempos mejores. Pero el momento cumbre fue cuando Luis Aragonés, harto ya de realizar probaturas, decidió hacer una alineación con siete u ocho jugadores cortitos de estatura. Y acertó de pleno el seleccionador. Pues le sirvió para ganarle la final a Alemania en el Estadio Ernst de Happel de Viena. Con gol de Torres. Luego vendrían los triunfos obtenidos por Del Bosque y la locura de los españoles, amantes o no del fútbol.
Los
éxitos de la selección española, ganadora de un Mundial y de una Eurocopa,
actuando con futbolistas que lograron aburrir a sus rivales jugando en una
baldosa, haciendo que el balón fuera de un sitio a otro con precisión, sin que
los contrarios pudieran hacer otra cosa que correr y correr como el galgo tras liebre
mecánica, encumbró al fútbol español.
Un fútbol que ha ido a menos en su mayor representante: el Barcelona. Evidenciando que su juego actual es pueril, trivial, enjuto… Repleto de pasecitos cortos y horizontales. Y que, desde hace ya tiempo, está viviendo, única y exclusivamente, de las genialidades de un bajito irrepetible: Lionel Messi.
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