Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

jueves, 9 de agosto de 2018

Relato del mes de agosto

A los romanos les repateaba el tiempo que empleaban los griegos disfrutando de grandes reflexiones y largas parrafadas. No entendían el ocio de éstos y hasta se mostraban desconfiados por lo que ellos consideraban una costumbre perniciosa. Cincinato, por ejemplo, sólo deja la espada por el arado y Catón pone el grito en el cielo cada vez que cae en la cuenta de que para los griegos no existen los días laborales.

A los  adultos de mi niñez, y ya no digamos nada a los de las generaciones anteriores, también les sonaba a chino la palabra ocio. No existían las vacaciones y a lo máximo que aspiraban era a frecuentar una playa donde les exigían a las mujeres ponerse un albornoz que las dejaba como recién salida de un baño turco. Lo cual era ya un logro impensable lejos de cualquier punto costero.

Mi primer viaje de placer lo hice yo montado en un tren carreta con destino Cádiz-Córdoba. Andaba recién cumplidos los seis años y me lo pasé bomba dentro de un vagón donde reinaba un ambiente que jamás he podido describir nunca en toda su amplitud. Lo primero que se nos aconsejaba es llegar a la estación con una hora una hora antes para ser de los primeros en coger asiento. Y, aun así, había que ser muy rápido para no tener que viajar un gran trecho de pie y mirando por unas de las ventanillas de un largo pasillo los campos casi yermos de una España desolada.

El tren, con bancos de madera enfrentados, era arrastrado por una máquina que se sulfuraba en cuanto el camino se empinaba. Cestos y hatos llenaban los estantes de mallas de los equipajes y muchos se apilaban en el suelo; pues en los vagones viajaban muchas mujeres que eran estraperlistas; es decir, se dedicaban al tráfico del mercado negro y miraban desde su atalaya la llegada de los guardias civiles. 

Los vendedores callejeros, de todas las edades, desfilaban por el vagón, ofreciendo a la venta plátanos, frutos secos, pastas, pipas de girasol, dulces, billetes de lotería, agua... Y sus pregones se hacían notar: "Agua fresca. Tortas tiene buenas. Oye, las avellanas." A mí me encantaban los mostachones de Utrera. En Utrera hacíamos una larga parada para transbordar. Y la tediosa espera la combatíamos comiendo las deliciosas tortas del lugar.

Durante el viaje pasaba por delante nuestra toda una corte de los milagros: una mujer ofreciendo peines que nadie compraba; un jorobado tocando un violín desafinado; un trilero tratando de sacar rédito al juego de las tres cartas y los innumerables vendedores de lotería. Llegábamos a Córdoba derrotados pero contentos. Y dispuestos a disfrutar de los placeres de entonces en una ciudad donde por aquel tiempo la estación estaba llena de miserables y famélicos y las calles abarratodas de pedigüeños y de jornaleros sin trabajo en la campiña.

Al cabo de varios días, acabada las cortas vacaciones, regresábamos satisfechos a nuestro lugar de origen y sin la menor muestra depresiva, falta de apetito o padecimiento de insomnio por el regreso. Nuestra única preocupación, o sea, la de mis padres, era poder ahorrar cuatro perras para poder pagarnos, cuanto antes mejor, un nuevo viaje a la tierra donde vivía parte de nuestra mejor familia.

Por tal motivo, quedo sorprendido, un verano más, de las declaraciones que hacen muchas personas en los informativos televisados, acerca de la depresión que les causa la vuelta al trabajo después de haber viajado con las máximas comodidades. Han recorrido, verbigracia, Londres, París, Roma, Amsterdam... y hasta hablan y no acaban de Canadá. Y a la vuelta propalan que tienen todos los males del mundo y que están necesitados de tratamiento sicológico.



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