Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

domingo, 30 de agosto de 2020

Cádiz

Cádiz está almacenado en la alacena de mi memoria de la niñez. Mi relación con la capital gaditana comienza callejeando la ciudad de la mano de mi tía Encarna: cordobesa que veía la Tacita de Plata con ojos gozosos. De Cádiz le gustaba todo y a mí solía embeberme en el decir de sus descubrimientos. Con ella aprendí a sentirme gaditano. Aunque debo confesar que sin su presencia todo me resultaba bien distinto.

Reconozco que no soy gadita y que, por tanto, estoy muy lejos de quien para serlo de verdad ha de estar todo el día ejerciendo de gracioso o resaltando la ironía de una tierra que tiene en la risa la mejor terapia para combatir sus penas. Es una de las ciudades con más alto índice de prejubilados a edad donde trabajar ayuda a vivir mejor.

Mis idas a Cádiz eran casi siempre viajando en el vaporcito de El Puerto. Embarcarme en uno de los Adrianos suponía una alegría que me daban mis padres. Incluso cuando soplaba viento de levante y al llegar a la barra el barquito se movía de lo lindo. Aún recuerdo las conversaciones que los míos mantenían con 'José Fernández, Pepe el del vapor'.

Tuve la suerte de ver jugar al Cádiz en el Campo de Deportes Mirandilla y también presencié corridas de toros en la plaza que fue derruida hace ya bastantes años. Por motivos muy conocidos. De Mirandilla pasé al Estadio Ramón de Carranza. Y si la memoria no me falla, el primer partido de Liga lo jugaron el titular y el Extremadura. Ambos figuraban en Segunda División. Corrían los años cincuenta y yo admiraba a muchos futbolistas gaditanos: Collar, Pilongo, Cuartango, Rubio, Liz...

Veranear en Cádiz era sinónimo de comodidad, según decían. Dado que los forasteros podían permitirse el lujo de prescindir del traje. Cosa que, por lo oído, no se podía hacer en San Sebastián. La playa de la Victoria se llenaba de cordobeses y sevillanos. Y cuando apareció el Trofeo de Carranza principió la locura.  Allí pude ver a los mejores equipos del mundo. Me acuerdo de la noche en que Garrincha tuvo a Sanchís -padre- quince minutos entre las cuerdas. Hasta que éste, todo raza y velocidad, le tomó la medida y lo dejó sin fuelle y sin balón. Y el Madrid se impuso al equipo brasileño.

Los trofeos eran una fiesta y los gaditanos tuvieron la oportunidad de darse a conocer tal y como son: alegres, divertidos, ingeniosos y convencidos de que en Cai hay que mamar... Lo que traducido podría ser más o menos lo siguiente: todo lo hacemos bien y aquí hay arte para dar y tomar. Hipérbole de la que, posiblemente, abusan; pero verdad es que cuentan con motivos suficientes para exagerar hasta donde les salgan de los cataplines.  Máxime tras el ascenso del Cádiz a La Liga Santander.

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