Blog de Manolo de la Torre


Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.

sábado, 29 de agosto de 2020

El diván de las mentiras

Mi amiga Beatriz, de la que no sabía nada desde hace un año, me ha enviado siete folios escritos por ella, según dice, durante el tiempo que duró el confinamiento. Con el propósito de que los lea, si a bien lo tengo; y, si acaso me gusta lo que relata, me asegura no tener el menor inconveniente en que lo vaya contando si lo creo oportuno. Así que he decidido publicar El diván de las mentiras. Aunque lo iré haciendo sin orden de fechas.

-Si hay algo de cierto entre nosotros es que así no podemos continuar -las palabras de Verónica sonaron firmes y rotundas.

-No sé... creo que... Bueno, ¿acaso no quedamos en que nos pondríamos bajo tratamiento sicológico? -respondió Armando.

-¡Bah!, ayer te dije eso; pero hoy estoy convencida de que a nuestro matrimonio no hay sicólogo que lo salve. ¿Por qué te empeñas en engañarte?

-Vamos a intentarlo, ¿no?

-De acuerdo... Aunque bajo condiciones: primero, me niego a que el sicólogo sea nuestro conocido Anselmo; segundo, iremos por separado... Tú, en primer lugar; luego, cuando me toque a mí, ya decidiré si lo hacemos juntos.

Armando aceptó y acudió presuroso a la consulta.

-Cuatro años casados... Sí, cuatro años penando un error. La verdad es que fuimos al matrimonio forzados por las circunstancias. Lo que se dice realmente llevados en volandas por nuestras familias. Y todo porque Verónica pasaba más tiempo en mi casa que en la suya. Creció junto a mi hermana. Así que desde niños nos etiquetaron como novios. 

El sicólogo pregunta y Armando contesta: ¡Y tan largo que fue nuestro noviazgo! La verdad es que acudimos ya talluditos al altar: 35, yo; 32, ella. De poco nos ha valido, sin embargo, los muchos años de relaciones. ¿Por qué? Pues por lo lejos que andaba yo de saber con la mujer que me casaba. Sí, mire usted, porque jamás imaginé que ella estuviera siempre tan famélica de sexo. ¡Qué horror!...

A cada paso, mire usted, a cada paso preguntando "¿qué, lo hacemos o no lo hacemos?" En ese momento empecé a sentirme mal. Y lo más curioso es que habíamos llegado inmaculados a la iglesia. A causa de una promesa de castidad que hicimos un buen día y que a mí, la verdad sea dicha, no me supuso esfuerzo alguno. Eso sí, entonces se lo achacaba a mi fondo religioso y a la virtuosidad de ella. 

¡Huyyyy...! Ya lo creo que dialogué. Pero que si quieres arroz, Catalina. Es más, de nada me ha servido fingir cansancios laborales ni jaquecas inoportunas. Ella insistía en que donde mejor estábamos era en la cama. ¡Qué fiera!... Mire usted, de verdad, soy esclavo de una  mujer que no tiene hartura.

¿Feliz?... ¿Feliz, dice usted? Posiblemente, cuando lo del embarazo. Un embarazo tenido por difícil y que aconsejaba prudencia, según diagnóstico del ginecólogo, me salvó de sus garras durante meses. E incluso, fíjese, llegué a pensar que la llegada del niño mitigaría en gran medida el desenfreno de ella. Qué va, al revés. Pues en cuanto pudo, es decir, antes que después, volvió a la carga con mayor desatino. Así que me eché a tamblar ante tamaño vendaval lujurioso. 

Continuará...

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