Hubo una época en la cual yo me relacionaba con toreros y apreciaba la singularidad que les proporcionaba el jugarse la vida en cada actuación. Antonio Gala acierta cuando opina que el torero no puede ser igual que un sastre, que un zapatero, que un oficinista, a horas fijas delante de su banco o de su mesa. El torero tiene que estar entusiasmado para entusiasmar. No puede permitirse el lujo de desfallecer ni siquiera cuando pasa por momentos delicados.
Se torea para conquistar al público, me decía cada dos por tres Dámaso Gómez mientras hacíamos carrera continua en el campo de fútbol del Moscardó, en la barriada de Usera -años sesenta-, cuando los empresarios apenas contaban con el diestro madrileño. El cual nunca perdía ni la calma ni la sonrisa y deleitaba cuando abría la boca para contar vivencias y modos de afrontar la vida.
También tuve como vecino a Luis Segura. Pues ambos vivíamos en el número 94 del Paseo de las Delicias. El maestro Se lamentaba, en ocasiones, de lo mal que lo trataba Livinio Stuick: Gerente de la Plaza de Toros de Las Ventas. Fuera del ruedo era un conquistador nato. Un tipo que despertaba un interés inusitado entre las mujeres. Andaba mejor que Robert Michum.
José María Manzanares -padre- (con quien compartí varias noches de farra y risa, gracias a la amistad que le unía con mi siempre recordado José Cañas "Cañitas", torero que no fue ni bien llevado ni aconsejado) disfrutaba de lo lindo cuando se hacía de noche. Era un consumado noctívago. A quien le gustaba el cachondeo y sobre todo el sentirse taladrado por ojos de hembras que le aguantaban la mirada. Convencido de que en cualquier momento podría salir triunfante del envite.
El entusiasmo de los toreros ha de prevalecer siempre para desengañar al toro y llevarlo toreado. Es una conquista en la que, sin duda, se juegan la vida. Los toreros asumen el riesgo. Cuando un torero pierde la pasión por el toro, por una actividad, o por una mujer, echa de menos ese chute de adrenalina al que está habituado. Y toma la decisión que tomó don Quijote en su momento: vivir otra vida. Es lo que ha hecho, creo yo, el maestro Enrique Ponce.
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