Estamos viviendo tiempos trágicos en los que impera el miedo no sólo por el coronavirus sino por las graves consecuencias que la infección comenzó generando en los establecimientos y en las empresas. Muchos autonómos se vieron obligados a cerrar sus negocios y las grandes y medianas empresas decidieron despedir a gran parte de sus trabajadores. Una ruina económica que fue aumentando con el paso de los días. Y que ha desembocado en esas colas del hambre a las que acuden quienes no tienen recursos para comer.
Centros de caridad ha habido siempre. Pero jamás podíamos imaginarnos que innumerables personas pertenecientes a la llamada clase media tuvieran que pasar por ese trance. De la clase media se ha tenido un concepto muy claro desde los tiempos de Maricastaña. Debido a que es el colchón muelle que ha de servir para que los ricos no abusen de los pobres ni éstos de los ricos. Conviene saber cuanto antes que la máxima aspiración de ambas clases era -y sigue siéndolo- la de ascender en sus respectivos escalafones. Tarea tan complicada como justa.
El miedo del poder político a que no exista la clase media es bien conocido. En España, tras la guerra civil, lo que más anhelaba Franco era conseguir una clase media estable. Hasta el punto de que fue capaz de construir un edificio monumental para albergar el Ministerio del Aire, cuando nuestros aviones eran escasos, con el fin de asegurarle empleo a innumerables personas, con sueldos que pagaban todos los españoles.
Tras conseguirlo, al cabo de varios años, Franco le dijo en su momento a Vernon Walters, enviado personal de Nixon, que estaba tranquilo por el futuro de España porque dejaba algo que no se había encontrado cuando él llegó al poder, la clase media. Por consiguiente, bien haría el gobierno presidido por Pedro Sánchez en preocuparse más por lo que está ocurriendo. Dado que la ruina de la clase media es una desgracia que le viene como anillo al dedo al partido comunista.
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