Desde abril de 2015 estuve escribiendo en este espacio diariamente, y pocas veces falté a mi cita con quienes adquirieron la costumbre de leerme asiduamente. Pero, dado que el mes de mayo pasado se me hizo muy largo, decidí descansar la primera quincena del mes de junio para recuperar nuevos bríos y de paso no cansar a los visitantes de esta página. Llegado el momento de reanudar la labor me falló la voluntad, me pudo la pereza y decidí dejar el ejercicio para el día siguiente.
El día siguiente, a la misma hora y en el mismo sitio, la falta de energía para rellenar el espacio en blanco volvía a ser evidente. La desgana era total. Incluso mayor que la del día anterior. Cualquier tema que se me viniera a la cabeza me parecía absurdo. De modo que el desánimo terminaba por ganarle la partida a mi escasa voluntad de sobreponerme a la apatía que me embargaba.
Semejante atonía me preocupaba. No obstante lo que hice fue olvidarme de escribir y pensar si en alguna otra ocasión había pasado por el mismo trance en esta actividad o en cualquier otra. Y qué medidas adopté ante lo que tenía todas las trazas de ser una abulia como una catedral. Y llegué a la siguiente conclusión: a veces, por estar trabajando a sueldo, estaba obligado a luchar denodadamente contra ese desinterés enfermizo que me aquejaba. Y, además, redoblar mis esfuerzos físicos para que no se notara mi falta de voluntad en el tajo.
En el mundo del fútbol, por ejemplo, yo he conocido a jugadores a los que había que meterles un chute de entusiasmo en los momentos en que la pasividad los llevaba a estar en todo momento pensando en las musarañas. De ellos, de aquellos futbolistas, decían los aficionados que jugaban bien cuando querían. Lo cual era incierto. Y es que la abulia es una perfecta desconocida.
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