Entre los años 1900 y 1936 perdió Andalucía una gran ocasión de
elevar el habla regional a la categoría de lengua escrita literaria,
como lo son otras hablas peninsulares. Muchas fueron la veces que se lo
oí decir a Antonio Femenía, ayudante del bibliotecario, cuando yo
acudía a la Biblioteca Municipal de El Puerto de Santa María. En cuanto
se le preguntaba a Femenía los motivos por los que se desperdició la
ocasión de elevar el lenguaje andaluz a un rango idiomático escrito de
proyección universal, siempre daba la callada por respuesta. Y es que
entonces, en aquellos años grises, toda precaución era poca.
Pero
mi interés por el habla de mi tierra nunca decayó. Y fui haciéndome con
libros para informarme acerca de los motivos por los que la lengua
andaluza no logró equipararse a otras hablas peninsulares. Uno de esos
libros fue el Polémico Dialecto Andaluz. Una joya de libro escrito por José María de Mena: catedrático de Universidad que no se cortó lo más mínimo en culpar a los grandes escritores de la época -Lorca, Machado, Alberti, Juan Ramón Jiménez-, de avergonzarse de su lengua.
Políticamente,
el lenguaje andaluz tuvo muy mala suerte: las "derechas" enviaban a sus
hijos a colegios y Universidades de Madrid, y a ser posible al
extranjero, sobre todo a Inglaterra, y con una formación universitaria
de Areneros, o de Oxford, consideraban al andaluz como una manifestación
de incultura y de atraso, bueno solamente para hablarlo los gañanes de
sus fincas. Pero las "izquierdas" por su parte tampoco dieron al andaluz
un mejor trato. Porque lo consideraron como expresión del "señoritismo"
y de los "capillitas"; es decir, de los dos grupos odiados: los
terratenientes y la gente de la iglesia. Así trata Machado en uno
de sus poemas al señorito andaluz: "diestro en manejar el caballo y en
refrescar manzanilla" y que acaba sus días haciéndose hermano "de una
santa cofradía. ¡Aquel trueno! Vestido de nazareno".
Como estamos
en Semana Santa, he creído conveniente rendirle homenaje a una frase
hecha andaluza, que a nadie se le cae de la boca y menos son los que
saben su significado: "Mas liao que la pata de un romano". En muchos
pueblos andaluces, desde Jaén, por Córdoba y Sevilla, hasta Almería, se
implantaron las procesiones de Semana Santa, como lecciones plásticas de
la Pasión y Muerte del Señor, llevando por las calles los grupos
escultóricos representativos de cada "paso" o "estación" del Vía Crucis,
u otros pasajes evangélicos.
Lo cual se hizo para intensificar la fe popular en la época que la Reforma protestante intentaba suprimir las imágenes religiosas. La procesión de la Semana Santa a la andaluza es, pues una manifestación de la Contrarreforma.
Para dar más autenticidad se añadieron al cortejo, estandartes,
banderas, de las hermandades, y una centuria de soldados romanos. Como
éstos se liaban las piernas con unas vendas de cuero sobre las medias,
quedó la frase hecha de "mas liao que la pata de un romano".
En
fin, que ya se está viviendo la Semana Santa. Y nuestra alegría es
grande porque han pronosticado quienes saben que el buen tiempo reinará
toda la Semana de Pasión. Para que las Hermandades puedan lucir sus
imágenes. De manera que no tendremos que ver esas escenas en las que los
cofrades, otros años, por mor de las lluvias, lloraban lágrimas tan
sentidas como para entristecernos a todos por la imposibilidad de que
los pasos salieran a la calle.
Blog de Manolo de la Torre
Entrenador de fútbol, ha ejercido la profesión 19 temporadas. Escritor en periódicos,
ha publicado una columna diaria, durante dos décadas, en tres periódicos ceutíes.
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sábado, 28 de marzo de 2015
jueves, 26 de marzo de 2015
La televisión es como el tabaco
Un día cualquiera, regresa uno a su casa reventado, después de haber
trabajado duramente, y durante la cena, tiene uno que tragarse las
consecuencias de una crisis económica que ha ido dejando por el camino
más paro, mayor inflación, aumento del déficit, menos afiliados a la
seguridad social, y el miedo terrible a que un día nos digan que en la
caja de las pensiones solamente hay telarañas. La caída de todos los
índices económicos, desde hace un lustro, no han hecho sino generar
pánico; sobre todo, entre la clase media y los que eran pobres, a nativitate, y ahora lo son aún más.
Hay un auténtico concurso diario entre las diversas cadenas de televisión para ver quién bate el récord de las malas noticias. Corrupción y privilegios han venido copando también las noticias de los medios de comunicación. Aunque la televisión ha sido, como no podía ser de otra manera, el heraldo de todo lo malo. Y lo ha sido porque la actualidad manda. Pues no creo que los periodistas fabriquen los hechos negativos.
La televisión, como decía un amigo, aparentemente es como el tabaco: se dice que es malo pero no se puede pasar sin él. Tampoco conviene echar en saco roto eso de que "cuanto más inquietas están las gentes más votan por el poder establecido". Y nada como la televisión para cundir mensajes adecuados a las necesidades de quienes ostentan el poder.
Lo que nos faltaba era un accidente de la magnitud del que se ha producido en los Alpes franceses, hace días, para darnos cuenta de que es posible deprimirse viendo la televisión. Y por si fuera poco, ahora se nos informa de la posibilidad de que haya sido uno de los pilotos del avión de la compañía alemana Germanwings el hacedor de tamaña catástrofe. Y se nos hiela el corazón.
La vida diaria de todos, por consiguiente, está marcada por ese sombrío entorno audiovisual que mantiene las razones de quemarnos la sangre. Expresión muy andaluza. Lógicamente, todos tenemos miedos al porvenir. Al mismo tiempo, ignoramos absolutamente lo que se podría intentar para acabar con las calamidades que se acumulan en los cuatro extremos del planeta y en los seis lados del hexágono. Reina la impotencia.
¿Cómo sorprenderme, entonces, de que sintamos especial ternura por las emisiones deportivas? Único terreno en el que, de vez en cuando, las gentes tienen un aire satisfecho. Porque si siempre existe un perdedor, inmediatamente tiene que haber un ganador. En eso, los madridistas hemos tenido suerte hasta hace poco tiempo
Hay un auténtico concurso diario entre las diversas cadenas de televisión para ver quién bate el récord de las malas noticias. Corrupción y privilegios han venido copando también las noticias de los medios de comunicación. Aunque la televisión ha sido, como no podía ser de otra manera, el heraldo de todo lo malo. Y lo ha sido porque la actualidad manda. Pues no creo que los periodistas fabriquen los hechos negativos.
La televisión, como decía un amigo, aparentemente es como el tabaco: se dice que es malo pero no se puede pasar sin él. Tampoco conviene echar en saco roto eso de que "cuanto más inquietas están las gentes más votan por el poder establecido". Y nada como la televisión para cundir mensajes adecuados a las necesidades de quienes ostentan el poder.
Lo que nos faltaba era un accidente de la magnitud del que se ha producido en los Alpes franceses, hace días, para darnos cuenta de que es posible deprimirse viendo la televisión. Y por si fuera poco, ahora se nos informa de la posibilidad de que haya sido uno de los pilotos del avión de la compañía alemana Germanwings el hacedor de tamaña catástrofe. Y se nos hiela el corazón.
La vida diaria de todos, por consiguiente, está marcada por ese sombrío entorno audiovisual que mantiene las razones de quemarnos la sangre. Expresión muy andaluza. Lógicamente, todos tenemos miedos al porvenir. Al mismo tiempo, ignoramos absolutamente lo que se podría intentar para acabar con las calamidades que se acumulan en los cuatro extremos del planeta y en los seis lados del hexágono. Reina la impotencia.
¿Cómo sorprenderme, entonces, de que sintamos especial ternura por las emisiones deportivas? Único terreno en el que, de vez en cuando, las gentes tienen un aire satisfecho. Porque si siempre existe un perdedor, inmediatamente tiene que haber un ganador. En eso, los madridistas hemos tenido suerte hasta hace poco tiempo
martes, 24 de marzo de 2015
El Volar
Es martes, cuando escribo, y la noticia que acapara toda la atención,
dolorosamente, es que un avión de la compañía alemana que cubría el trayecto Barcelona-Düsseldorf
se ha estrellado en los Alpes franceses. En el siniestro han perdido
la vida, según nos dicen, 150 personas. Y la catástrofe me hace caer en la
cuenta, inmediatamente, de que sólo se tienen ojos para descubrir nuestras
limitaciones y los absurdos, cuando tales tragedias nos sacuden el alma violentamente.
¡Qué horror!
Yo he volado muchísimo. Mayormente, durante cinco años, cuando los Fokker prestaban sus últimos servicios, y los pasajeros éramos conscientes de que lo hacíamos en aparatos que estaban pidiendo a gritos su desguace. Incluso recuerdo, porque hay cosas que no se olvidan, cómo las azafatas, bellas y preparadas, trataban con arte y buen oficio de aminorarnos el canguelo que suponía acceder a unos aviones que tenían remiendos por todos los sitios.
Una noche tempestuosa, volando de Barcelona a Palma de Mallorca, iba sentado a mi vera un cura mallorquín, conocido por mí, que ante aquel desmadre de viento, lluvia, granizos, relámpagos y tormentas, me invitó a rezar con él para pedir a Dios que nos permitiera aterrizar en el aeropuerto de Son Sant Joan, sanos y salvos. Y a mí, no sé por qué causa y razón, se me ocurrió decirle que Dios, que vivía en las alturas, se estaría preocupando por nosotros y, por tanto, no había por qué molestarle. Que ya decidiría Él lo más conveniente.
A mi compañero de viaje y asiento, no le sentó nada bien mi respuesta. Aterrizamos en perfectas condiciones. En mi caso, eso sí, tras haber trasegado dos "whiskys" que una diligente azafata me había procurado para mermar el miedo que me atenazaba. Lo que fue imposible quitarme es el sudor de mis manos.
Años más tarde, en La faz de España, libro escrito por Gerald Brenan, leí lo siguiente respecto al volar. "El volar induce a una actitud de escepticismo religioso. Uno se da cuenta del error de suponer que Dios puede estar "ahí arriba", y puede estar "mirando hacia abajo" hacia nosotros. Porque la actitud del observador ahí arriba es necesariamente de indiferencia. Uno ve a un hombre pedaleando en una bicicleta, uno ve una pequeña granja con su arroyo y su puente, y no hay nada humano en ello. Uno no siente el menor deseo de ayudar al hombre en su camino, ni de lanzar una bendición sobre la pequeña casa... Para sentirse bien o mal dispuesto hacia ellos uno necesita verlos horizontalmente, a nivel humano. El hombre sólo puede ser hombre en relación con aquellos que caminan sobre la tierra a su lado".
Lo dicho por GB, escritor inglés, que fue tan querido en Granada y Málaga, se me vino con celeridad a la memoria en cuanto me enteré del drama ocurrido en los Alpes. Tan rápidamente como comprendí que no fue descabellada mi respuesta al cura que iba conmigo en el avión que cubría el trayecto Barcelona-Palma. Desgraciadamente, el siniestro del avión -con ruta Barcelona-Düsseldforf- se produjo porque a lo mejor Dios no estaba de guardia en ese tramo de los Alpes franceses. Y, claro, no pudo atender a quienes lo invocaban. Más que escéptico, que también, uno está sobrecogido por tan descomunal desgracia. Aunque espero que Dios no se olvide de acoger a todas esas criaturas en su Seno.
Yo he volado muchísimo. Mayormente, durante cinco años, cuando los Fokker prestaban sus últimos servicios, y los pasajeros éramos conscientes de que lo hacíamos en aparatos que estaban pidiendo a gritos su desguace. Incluso recuerdo, porque hay cosas que no se olvidan, cómo las azafatas, bellas y preparadas, trataban con arte y buen oficio de aminorarnos el canguelo que suponía acceder a unos aviones que tenían remiendos por todos los sitios.
Una noche tempestuosa, volando de Barcelona a Palma de Mallorca, iba sentado a mi vera un cura mallorquín, conocido por mí, que ante aquel desmadre de viento, lluvia, granizos, relámpagos y tormentas, me invitó a rezar con él para pedir a Dios que nos permitiera aterrizar en el aeropuerto de Son Sant Joan, sanos y salvos. Y a mí, no sé por qué causa y razón, se me ocurrió decirle que Dios, que vivía en las alturas, se estaría preocupando por nosotros y, por tanto, no había por qué molestarle. Que ya decidiría Él lo más conveniente.
A mi compañero de viaje y asiento, no le sentó nada bien mi respuesta. Aterrizamos en perfectas condiciones. En mi caso, eso sí, tras haber trasegado dos "whiskys" que una diligente azafata me había procurado para mermar el miedo que me atenazaba. Lo que fue imposible quitarme es el sudor de mis manos.
Años más tarde, en La faz de España, libro escrito por Gerald Brenan, leí lo siguiente respecto al volar. "El volar induce a una actitud de escepticismo religioso. Uno se da cuenta del error de suponer que Dios puede estar "ahí arriba", y puede estar "mirando hacia abajo" hacia nosotros. Porque la actitud del observador ahí arriba es necesariamente de indiferencia. Uno ve a un hombre pedaleando en una bicicleta, uno ve una pequeña granja con su arroyo y su puente, y no hay nada humano en ello. Uno no siente el menor deseo de ayudar al hombre en su camino, ni de lanzar una bendición sobre la pequeña casa... Para sentirse bien o mal dispuesto hacia ellos uno necesita verlos horizontalmente, a nivel humano. El hombre sólo puede ser hombre en relación con aquellos que caminan sobre la tierra a su lado".
Lo dicho por GB, escritor inglés, que fue tan querido en Granada y Málaga, se me vino con celeridad a la memoria en cuanto me enteré del drama ocurrido en los Alpes. Tan rápidamente como comprendí que no fue descabellada mi respuesta al cura que iba conmigo en el avión que cubría el trayecto Barcelona-Palma. Desgraciadamente, el siniestro del avión -con ruta Barcelona-Düsseldforf- se produjo porque a lo mejor Dios no estaba de guardia en ese tramo de los Alpes franceses. Y, claro, no pudo atender a quienes lo invocaban. Más que escéptico, que también, uno está sobrecogido por tan descomunal desgracia. Aunque espero que Dios no se olvide de acoger a todas esas criaturas en su Seno.
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